El alambre se ramificaba entre sus manos, como un puente hacia lo inaccesible y temeroso. Mientras los mismo brazos caían desde lo alto del lugar, sobre la gravedad del propio cuerpo que oscilaba de uno a otro lado. En sus dedos aún había resquicios de placer, junto a las marcas de sangre incrustadas en cuadriculado. El salón seguía manteniendo ese mismo hermetismo, bajo un encadenamiento perverso de deseos. Hacia un costado, la figura del ejecutor se perdía debajo de su propio humo, observando el trofeo que pendía en la penumbra. Sólo un haz de luz se mecía lentamente a la par de aquella silueta femenina, dolorida y laxa, que aún lo seguía excitando.

Cuando despertó, aún colgaba indefenso, junto a los demás hierros oxidados de las grúas, arneses y objetos arrumbados en el galpón del puerto.

Ana Cecilia.