El caníbal cansado
Estupendo ser un completo cobarde por lo menos una vez en la vida.
Henry Miller, Trópico de Cáncer
Aquí no existe el amor, lo dejamos en casa con los niños y el televisor. Desde el suelo, mientras me salgo de Adriana, sobre la mesa logro ver las botellas vacías, los ceniceros atiborrados, el jamón a medio masticar: silenciosos cadáveres que preludiaron las caricias de siempre, la ropa que voló por los aires como todos los jueves, y la esperada rifa de parejas, juego que termina por reventar el dique y manda a todos al suelo. Ahora sólo nos importan las lonjas pálidas, flácidas, que sirven para espetar o ser espetadas y que con las otras carnes forman nudos de muslos y cuellos que entre sus recodos esconden agujeros hospitalarios y conminan a los falos al acecho.
En este piso alfombrado yo no soy yo ni Adriana es Adriana; un seno es un tobillo, las ancas de Camilo son las mejillas de Simone, la nariz de Adriana es cualquier culo. Entre las piernas de Judy, Jorge no es médico, es una máquina de complacer que trabaja en una vagina —otra máquina de placer que se zafa del garrote que la empala, camina en reversa hacia el falo que la ha convocado y se ensarta en él con un exprimir de naranjas podridas.
Al otro lado de la montaña humana, una rubia de mamas bamboleantes que conozco sólo por Stella se desliza debajo de una cara igual de anónima, y mientras abre la boca para recibir el caño que viene en pos de ella, en el polo opuesto abre su anémona rosada y se la ofrece a cualquier lengua que esté dispuesta a lamerla. Extrañado, miro las caras torciéndose bajo esa corriente que solía llamar éxtasis y que hoy no sé qué nombre darle.
Miro sin ya poder entender cómo es que esos rostros sudorosos, blancos como máscaras mortuorias, siguen tan hambrientos como la primera vez. Especialmente el de Adriana, que en este preciso momento está siendo abordada por la retaguardia por Bob, el gordo del grupo. Inescrutable, la expresión de su rostro es hacia adentro y no sé si tomar la lengua que relame esos labios resecos como señal de inmenso placer o de embotamiento de los sentidos.
Lo que empezó con una conversación de sobremesa y una búsqueda juguetona en los personales del periódico, se ha convertido en el objeto de nuestras vidas, haciendo que las semanas las vivamos en la zanja que separa la memoria del jueves anterior y la nostalgia del jueves siguiente. Se acabaron las reuniones de la escuela, los videos rentados, los columpios del parque. Para Adriana, las actividades más importantes de su vida son el gimnasio, el salón de belleza y los masajes, tríptico indispensable para el buen rendimiento en el lodazal. A mí que quedan las paredes blancas, el sinsabor de la comida y la correspondencia acumulada.
Mi entorno se diluye en una pócima glandular y me pierdo en las vísceras de este extraño crustáceo de catorce ojos, siete corazones y cuatro vaginas que se desplaza indulgente por toda la sala. Naufrago en sus jugos como claraboya en mar picado, cierro los ojos y pierdo lo que los otros órganos buscan con tanto anhelo, soy la partícula ajena que será expulsada de la misma manera que el cuerpo expulsa una espina de la mano.
Si Adriana sintiera lo que yo, no habría problema, a vestirse y a la casa. Pero a través de este proceso de nueces y cascanueces, hemos terminado en lados contrarios. Desde hace casi un año que los miércoles a mí el humor se me ensombrece, mientras que a ella los espíritus le vuelan altísimos. Deleitosa e hiperventilada, se me entrega al anochecer, a las ocho de la noche, a las diez, a las tres de la mañana, al amanecer. Me tira en la cama y se me ensarta sin ningún preludio, sin ninguna gracia —ya ni siquiera suspira cuando mi glande separa sus labios—, porque lo que quiere es usarnos como punching bag para el match de la semana. Y aunque me doy a ella cada una y todas las veces, esta ya vieja Adriana me sabe a pus, a hormona desbocada, y no puedo deshacerme de la visión de que estoy casado con un pedazo carne magra y su voluntad derrotada.
Y este jueves, mi último, veo:
A Adriana, enloquecida y puta en el matadero, rugiendo como leona en celo con cada embestida del gordo Bob. Empalada así, sólo hay que verle la cara un instante para darse cuenta de que el pantano la ha atrapado. Y la verdad, innegable: que no quiere soltar su abrazo viscoso; nadie en este cuarto quiere soltarlo. Me pregunto si sabe lo repugnante que se ve en este momento, retorciéndose como serpiente bajo la bota del captor. Y te pregunto a vos, Adriana, que si en esta carnicería sos feliz como dijiste que serías, que si por fin encontraste lo que andas buscando con tantas ganas. Podría preguntártelo de mil maneras distintas, todas igual de cursi, todas llenas de reclamos inútiles. Pero para qué si ya sé que no vas a contestarme, estás en otra cosa, tus ojos sólo ven mis ingles y tu boca, haciendo eco de lo que desea, ha empezado a chupar el aire.
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