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Siempre pensé que el fraccionamiento donde vivía era seguro, a pesar de estar cercano a varias colonias populares en las que, ni de broma se me ocurría caminar. El pasado viernes 2 de septiembre, el destino me haría reconsiderar esa idea.

Eran casi las ocho de la noche cuando mis amigos me invitaron a jugar una cascarita en una cancha ubicada a seis cuadras de mi casa, y sin tener mucho que hacer me decidí acompañarlos.

Jugamos casi dos horas y entonces, todos nos enfilamos directo a una tienda donde acostumbrábamos reunirnos de vez en cuando, para comprar alguna bebida que nos pudiera refrescar después de los partidos. Nos hicimos bromas y comentamos que, después de tanto tiempo y sin organizarnos, nos habíamos podido reunir para un simple juego de fútbol llanero: comencé a contar a mis amigos y llegué al número catorce. Les hice saber cuántos éramos y haciendo memoria, tratamos de acordarnos quién más faltaba del grupito adicto al fútbol y a los juegos de video.

A escasas tres cuadras, está ubicado un antro, así que nos preparábamos para regresar temprano a casa, a más tardar las 11, porque el viernes es noche de antro, noche de lidiar con la música y los visitantes no deseados que transitaban por nuestras calles. Vi mi reloj, diez y media, todavía era temprano, aunque las camionetas de los preventivos ya habían comenzado los rondines.

Mi amigo Andrés comenzó a mojarnos con su refresco, y todos empezamos a hacer escándalo, en ese momento no creí que estuviéramos haciendo algo malo, al menos, ninguno de nosotros lo creyó así.

Una patrulla se detuvo a escasos dos metros de nosotros y un preventivo se bajó inmediatamente. En tono enojado nos preguntó:

-¿Qué están haciendo?

En ese momento, detuvimos nuestros juegos y nos quedamos mudos. Nadie sabía qué decirle.

-Les estoy haciendo una pregunta.

Traté de aclararme la garganta y con la voz más firme que pude le dije:

-Nada oficial, sólo estábamos jugando.

Sin decirnos nada, subió nuevamente al vehículo y se alejaron rápidamente. Mis amigos se burlaron de mí por un rato, pero no nos duró mucho el gusto. En menos de diez minutos, la patrulla apareció nuevamente, pero estaba vez, le acompañaban dos más.

Se detuvieron a mitad de la calle y de los dos vehículos se bajaron varios preventivos, quienes sin motivo alguno, a punta de amenazas y maldiciones nos ordenaban subir a la camioneta. Yo no sabía qué hacer, nunca antes había estado en una situación así. Alejandro, el más tranquilo de nosotros, nos dijo que no debíamos de correr, porque no estábamos haciendo nada malo. No teníamos aliento alcohólico, ni nada por el estilo. No tendrán motivo para apresarnos.

-Nos van a revisar y cuando no nos encuentren nada se tendrán que ir.

Y yo, deseaba con toda el alma que fuera verdad.

Continuaron los gritos y las maldiciones, y me quedé inmóvil por unos instantes, los suficientes para que uno de los policías me jalara de la playera y me pusiera contra la pared más cercana. Alguno de nosotros, entre ellos, mi mejor amigo David, el miedo los hizo correr. Y ahí fue cuando un frío tremendo me recorrió la espalda, en una rápida mirada alcancé a ver que a David le apuntaban con una pistola, él con las manos en alto se detuvo en seco en la acera de enfrente, se dio la vuelta lentamente como se lo indicaban y se acercó para que pudieran golpearlo a placer.

Sentí impotencia y tuve ganas de defenderlo, pero el miedo pudo más, una lágrima se resbaló por mi mejilla confundiéndose con mi sudor. Pero eran las diez y media, y la noche apenas comenzaba.

Después de una revisión de rutina, nos subieron a la camioneta y como si fuéramos animales de granja nos amontonaron para continuar con sus rondines.

Dimos muchas vueltas, y en el camino, levantaron a más “delincuentes” para llevarlos al tan temido, Dos Zaragoza.

Al llegar allá, me rompieron las cintas de los tenis y me pidieron que entregara mis pertenencias personales; cartera, celular, identificaciones, todo, pero yo no traía nada de eso, sólo una moneda de cinco pesos me acompañaba.

Mientras hacíamos fila para entrar a la celda o a donde quiera que nos encerraran me di cuenta de que a Jesús también lo había traído con nosotros, vi sus ojos llorosos y la mirada perdida. Era el más pequeño de grupo, tan sólo tenía 13 años. Una vez más la rabia se apoderó de mi, pero traté de calmarme. Había escuchado demasiadas historias con respecto a la policía, a los malos tratos, a los abusos que cometían, pero nunca imaginé que yo tendría una historia que contar. Al igual que Jesús, a su corta edad. Daniel lo sujetaba de los hombros en actitud protectora. Actitud que no le gustó al oficial de barandilla, lo que se tradujo en un golpe en la nuca.

Todos observamos impávidos la escena. A Jesús lo encerraron en una celda aparte, según me enteré después, para menores de 15. A nosotros nos fue peor. Nos encerraron con hombres de más de treinta con cara de ladrones. Algunos cuantos estaban ebrios, otros nos observaban con recelo, uno de ellos nos propuso un trato: él nos prestaría su celular para llamar a nuestros padres y a cambio, nosotros lo sacaríamos. No aceptamos, ni siquiera teníamos la seguridad de que nos dejaran libres.

El cuartucho donde nos encerraron expedía un olor penetrante a orín lo que me ocasionó un dolor de cabeza. Al menos estábamos juntos, algunos golpeados, pero aún podíamos soportar la realidad que nos tocaba vivir. Sólo por haber estado en un lugar equivocado y a una hora inadecuada.

Y cuando pensamos que el suplicio terminaría, un ebrio que comenzó a golpear la puerta ocasionó que nos aplicaran gas lacrimógeno. El ardor en los ojos era insoportable, y yo sólo deseaba desaparecer.

Las horas transcurrieron y al fin, uno por uno fuimos saliendo. Nuestros padres acudieron a ayudarnos, sufrieron junto con nosotros esta injusticia. Enojados, frustrados se toparon con un hermetismo por parte de un juez calificador incapaz de resolver el problema ni de justificar el proceder de los preventivos. Al final, explicó que, bajo el cargo de “Alterar el orden público” habían procedido de la manera en que lo hicieron.

Ya en la madrugada, Jorge fue el último que quedó libre, y dos de mis amigos se quedaron a dormir allá, porque sus papás no tuvieron los seiscientos pesos de multa que se debían pagar. Fue muy triste y yo, aunque llegué a mi casa a las cuatro y media de la madrugada no pude dormir.

Es una experiencia que no quiero volver a vivir nunca más, en unas cuantas horas aprendí lecciones importantes que sólo pueden aprenderse en la escuela de la vida.

La primera, creo yo la más importante, hay que temerle a la policía, porque actúan como perros con rabia a la menor provocación y se escudan bajo la excusa de estar cumpliendo con su deber.

Y la segunda lección es que, estoy pensando seriamente en tener unos cuantos amigos delincuentes, de esos que tienen facha de malandros y que han caído muchas veces en el 2 Zaragoza, a ver si los preventivos al verme con ellos, se atreven nuevamente a intentar subirme a una de sus patrullas.









Texto agregado el 08-09-2005, y leído por 135 visitantes. (0 votos)


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