El sonido del despertador acaba con la zozobra de una pesadilla causada, probablemente, por la película de miedo que vio antes de acostarse.
Se incorpora lentamente y, sentada en el borde de la cama, se sujeta la cabeza entre las manos.
Poco a poco, las escenas del sueño se desvanecen, dando paso en su cerebro al recuerdo, mas inquietante aún, de las escenas de Psicosis: la ducha, la cortina, el cuchillo, la sangre....
Se empuja lentamente hasta el baño, abre la llave del agua, calibra la temperatura, se sienta en la taza y se contempla desnuda en el espejo del armario.
Su frente esta perlada de sudor. Le alarma ver sus grandes ojos negros enmarcados por unas oscuras ojeras fruto de la noche en vela.
Se introduce en la bañera.
A sus aproximadamente treinta años su físico es su primer orgullo y le anima la admiración que le muestran sus conocidos tanto como le inquieta la de los extraños..
Rememora la angustia que sintió la noche anterior cuando regresaba a casa cargada con las bolsas de la compra. No logró verle, pero está segura que alguien la siguió. A veces se arrepiente de haberse instalado en ese pequeño chalet independiente dentro de una urbanización tan retirada del centro.
Comienza a sentirse incomoda con el recuerdo y para espantar sus fantasmas empieza a pensar en el día de trabajo que le aguarda. La presentación del nuevo producto requiere que ella también esté como nueva.
Termina el baño con una relajante ducha fría y mientras el agua resbala por su esbelto cuerpo decide aplicarse una mascarilla para mitigar el aspecto cansado de su rostro. Se frota el cabello dejándolo recogido con la toalla a modo de turbante. Retira la toalla de su cuerpo y comienza a aplicarse una loción corporal ante el espejo mientras poco a poco va abandonando sus miedos y fantasías y recuperando la personalidad triunfadora y segura que muestra ante sus colegas y conocidos.
El cuerpo a cuerpo es su fuerte. Ya se trate de una confrontación dialéctica, la resolución de un problema o la distribución de tareas, siempre se muestra segura y confía en su capacidad para controlar la situación. Es su mundo y lo conoce bien. Pero en la soledad de sus cuatro paredes y en la oscuridad de las calles solitarias no puede evitar la aparición de sus fantasmas. Los miedos le convierten en un ser amenazado y débil y su lucha contra esa amenaza parece muy lejos de tener éxito.
Elige entre los tarros de cristal una mascarilla de zanahoria y tomate con la que se embadurna el rostro confiando que sus propiedades hidratantes y tonificantes causen el efecto deseado.
Mientras espera, hace una última y atenta revisión de su cuerpo: los senos son firmes, pequeños, orgullosos, inmutables desde la pubertad; los brazos torneados en el gimnasio, musculados pero finos; las manos suaves con dedos largos, delicados y exquisitos; la espalda perfecta, dorada por el sol, completada por el cuello, cuya fusión, (sonríe con un guiño de picardía al recordarlo), da que hablar en todas las fiestas, pues, conocedora de sus efectos, acude a ellas con la espalda descubierta y el pelo recogido; la cintura, proporcionada, sin un gramo de grasa, abrochada en el ombligo, lindamente perfilado por la comadrona; el vientre redondo, que en otro tiempo le obsesionaba queriendo asemejarlo al inexistente de las modelos anoréxicas, es rotundo, categórico y sugerente; los glúteos firmes, sin asomo de celulitis, ni adiposidad, premian admirablemente la férrea voluntad y los bríos que pone en postergar su ineludible deterioro; el pubis... por algún pudor, ajeno sin duda a su morfología, ha eludido mencionar el resultado de su estudio, por lo que no me es posible trasmitiros apreciación alguna de sus méritos; las piernas, atléticas, largas, parte importante de sus casi ciento ochenta centímetros de envergadura, con todos los músculos bien definidos y una piel tostada y sedosa de tacto delicado; soportadas en unos pies magnos y bien labrados, trabajados en innumerables y largos paseos por la playa.
Completado el minucioso examen se enfunda un minúsculo albornoz y se dirige al dormitorio cerrando tras de sí. Deposita sobre la cama las prendas interiores que se va ha poner y se dirige al armario para escoger el traje chaqueta que vestirá en la presentación.
De repente, escucha, procedente del baño, un ruido sordo, seguido de estrépito de cristales. Luego nada. Su cuerpo se tensa y se inmoviliza sin poder dar un paso ni emitir un sonido. Recuerda haber mirado con un gesto atávico debajo de la cama y se lamenta de no haber abierto, como cada día, el armario grande del baño.
A estás alturas tiene la certeza de que alguien en él, ha espiado todos sus movimientos. El pánico se apodera de ella. Huye de la habitación y se refugia en el salón detrás del diván. Mantiene alerta los oídos esperando escuchar algún ruido que le anuncie el comienzo del ataque. Nada. Los segundos se hacen eternos y la puerta del dormitorio permanece entreabierta sin que ningún movimiento delate al intruso.
En su mente se mezclan, el recuerdo de los pasos que anoche le seguían, con el brillo del cuchillo alzado de Norman y la loca carrera hacia la nada que emprendió en la pesadilla, que ahora, recuerda con lujo de escabrosos detalles.
Se arriesga temblando a estirar la mano y alcanzar el bolso donde espera encontrar un spray que nunca ha tenido y que lleva meses pensando comprar. En su lugar su mano tropieza con el móvil . Marca con desesperación mi número y cuando descuelgo apenas acierto a comprender sus palabras ni el alcance de lo sucedido.
Mientras bajo al garaje intento en vano tranquilizarla, le indico que salga de la casa y que llame a la policía, pero insiste con terror en que no le cuelgue, y es tal su desesperación que me siento incapaz de dejarla sola al otro lado del hilo. Sus gritos de angustia me espolean para pisar el acelerador a fondo y violar todas las normas de la prudencia.
Solo cuando oye llegar mi coche, se decide a cruzar corriendo el pasillo que la separa de la puerta principal. Sin apartar la vista del dormitorio, intenta meter la llave en la cerradura, pero es tal su angustia y sobresalto que se le cae de las mano y se desliza inaccesible debajo del ropero.
Gritando su nombre, salto la verja y cruzo los pocos metros de jardín que me separan del porche. La puerta principal no se abre. El tiempo que tarda en abrir unido al grito desesperado que escucho en ese momento me confirma que el desenlace puede ser inminente y fatal.
Sin dudar ya, que alguien le está impidiendo abrirme me dirijo a los ventanales del salón, y, tapándome la cabeza con la chaqueta, me lanzo, sin reflexionar, hacia ellos y ruedo por la moqueta, entre el estrépito de los cristales rotos, aturdido y ensangrentado. Todo queda en ese momento en silencio.
Me recupero y descubro a mi amiga acurrucada tras el paragüero con un bastón de cabeza de perro en la mano. A su alrededor todo está teñido de rojo, su cuerpo, su albornoz, el móvil, pero principalmente su rostro desfigurado.
Antes de acercarme a ella, y aún sobrecogido por la dantesca escena, me precipito hacia la pared del salón donde cuelga una catana, que yo mismo le regalé, y que ahora doy gracias por tener tan a mano. Con ella en ristre, recorro, con precauciones extremas, cada una de las estancias de la casa. Compruebo la aparente calma de todas ellas y me encamino al dormitorio principal, que es el único que tiene la puerta entreabierta. la empujo con suavidad y gira sobre sus bisagras sin chirrido.
Todo parece normal. El silencio reina en la estancia. Me aproximo a la puerta del baño. Pienso que el cerco se estrecha y que si intenta sorprenderme este puede ser el momento.
Mi pulso se acelera. Tenso los músculos, levanto la catana con una mano mientras con la otra giro lentamente el pomo de la puerta. Una vez liberada empujo la puerta con la punta de la espada. El baño está vacío.
Retiro la cortina de la ducha y respiro aliviado. La ventana está cerrada por dentro. No ha podido huir.
Solo queda el armario: ¡Sal de ahí, bastardo!. pero solo el silencio me responde. Lo repito una vez más al tiempo que armado de valor empujo la puerta corredera.
Mis ojos no descubren nada amenazador.
Me siento confundido y empiezo a pensar en lo que está pasando.
La claridad que entra por el ventanal del baño deshace las sombras y con la sangre resbalándome por las manos caigo en la cuenta de lo ocurrido.
Observo, con consternación, la ingrata burla de los sentidos: la percha pegada en el azulejo ha cedido, sin duda por efecto del vaho y del peso de la toalla húmeda, arrastrando en su caída el frasco de sales colocado sobre el taburete.
En el dintel de la puerta mi amiga, con un aspecto que tardaré en olvidar, rebozada en si misma de crema de zanahoria con tomate, con un cuchillo de cocina en una mano y el móvil cremoso en la otra, llora y se sosiega.
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