Un Cóndor se posó en la azotea de mi casa, observé como bajaba a duras penas, tenía las alas heridas, dio algunos tumbos pretendiendo retomar el vuelo, pero su esfuerzo fue inútil. Luego viró sus ojos hacia mí en un recto vistazo, pude percibir dos grandes destellos en el fondo de sus globos oculares eran Aldebarán y Antares que se presentaban radiantes, ese mágico mirar y su roja cresta como flama ardiente le daban una apariencia imponente. Abrió sus alas en un gestó desafiante, me asusté y retrocedí algunos pasos, el ave se asustó igualmente de mi reacción y se quedó paralizada. Fijó la vista en mí, nuevamente; pero esta vez su mirada se apagó fugazmente, con un chillido de gallina la enorme ave anunció la dramática caída de su cresta y la de sus negrísimas plumas, que en un suave descenso formaron una alfombra azabache en el piso. Así desnudo y feo el pajarraco dio estruendosos graznidos acercándose peligrosamente a mí, temiendo que me atacara bajé a refugiarme me acosté en la cama, escuché las garras del animal rozar con el piso, di vueltas en la cama al ritmo de esos mortificantes sonidos y me quedé dormido.
Tiempo después, me despertaron unos ruidos, eran picoteos continuos, me imaginé a aquella gárgola monstruosa posada allá arriba custodiando mi casa, cual castillo medieval, decidí que debía actuar, tal vez, capturarla. Subí lentamente por las escaleras con aquella resolución en mente, lo que hallé fue una conmovedora escena, el otrora rey de los cielos se encontraba rendido, acostado sobre sus propias plumas, me inspiró una enorme compasión su deplorable estado, me le acerqué cauteloso, no se movió, lo toqué con mi temblorosa mano, lo sentí aún vivo; me senté a su lado sintiendo una pena serena y me pillé dejando escapar algunas lágrimas.
Pasé minutos, tal vez, horas a su costado, abrazándolo, pidiéndole que no se muriera. Los tímidos rayos solares ya se asomaban por el horizonte, el calorcillo que proporcionaban fue el causante del milagroso evento, la enorme ave resucitó, se irguió haciéndome retroceder algunos metros, recuperó su plumaje y su hermosa cresta; dio algunos ágiles pasos y se echó a volar hacia el oriente llevándose consigo mi conciencia.
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