PLÁCIDA
Despertóse Plácida como todos los días, muy de mañana. Daban las cinco en el reloj del velador y ya la teníamos haciendo sus oraciones al pie de la cama. Ese amanecer le trajo de vuelta un problema existencial. Problema que se planteaba con cierta frecuencia a lo largo de su larga vida. Pensaba si la decisión tomada hace 50 años fue la correcta. Si tenía alguna inconformidad con su parecer. Si era bueno tener (si lo tuviese) inconformidad. Después de dar gracias a Dios por un día más de vida en este valle de lágrimas, siempre con el pensamiento en mente, se introdujo en el cuarto de baño, con su bata larga de franela, su toalla pulcramente blanca y sus pantuflas de pelusa suave.
Ya dentro de la ducha, completamente desnuda bajo el agua fría que corría con delicadeza por su ser, sintió una excitación poco común en ella. Sintió nacer a la sexualidad como cuando contaba con quince años de vida. Acariciaba suavemente sus deprimidos pechos tratando de buscar su forma estética con el tacto de sus manos. Recorrió su bajo vientre con tanto placer que sintió un delicioso terror. Palpó sus glúteos y piernas con suma delicadeza y refinada técnica. Estaba en éxtasis total.
Concluyó así su inusual baño en lo más íntimo de su privacidad, siempre teniendo presente aquella decisión. Ahora hablaba con él. Al único que se entregó en cuerpo y alma. Le contaba todo sus secretos. No podía ocultarle nada. No tenía reproches para él. Pero con los años que tenía encima, no soltaba cumplidos, sino hablaba puras verdades. De lo que sentía, de lo que añoraba. También le comentaba su potencial inconformidad, en una discusión filosófica profunda. Hablaba de la familia. De los hijos y queridos nietos que nunca pudo tener. Hablaban del bien que podían hacer a los demás estando juntos.
Plácida estaba a punto de quedar lista para iniciar sus labores diarias. Completamente segura de sí. Con ganas de tener un día ejemplar. Sus pensamientos habían encontrado el curso adecuado. Tenía todo bajo control. La inconformidad estaba refundida por algún lugar. Pensaba ahora en lo bien que le hizo a esa pequeña el día anterior. Lo inocente y puro de su mirada cuando la vio por primera vez. Lo feliz que se encontraría al verse en un nuevo hogar, lejos de la fría e indiferente calle, sin padres que la abracen y la llenen de mimos. Pensaba también en el remolino de pequeñas que revoloteaban a su lado, cual lindas y coloridas mariposas, cuando paseaba por las mañanas y tardes en aquel inmenso jardín.
En ese instante llamaron a la puerta tímidamente. Era Delfina que con melodiosa voz
- ¿Madre Plácida?, ya es hora…
Por un momento perdió la noción del tiempo. Plácida acomodó su hábito perfectamente y ajustó el cordón. Salió rápidamente al patio principal con dirección al gran portón, que el viejo conserje ya tenía entreabierto. La Señora Directora paróse en la entrada del Liceo Mayor. Dio un profundo suspiro y estaba presta a recibir, con una franca y dulce sonrisa, a la primera niña que venía del brazo de papá.
Setiembre del 2005
Mateo Pita
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