No sabe que no es viejo
que no podría serlo
en todo caso allá usted con sus años
yo estoy segura de quererlo así
Mario Benedetti
No sé hace cuanto tiempo que no conversamos como hoy. Así nomás, llegaste a hablarme de cosas con las que soñábamos en esa era paleolítica que parece el año pasado. Me hiciste sentir cansado como nunca, me hiciste creer que mi credulidad se refugió en tus reductos hace un tiempo infinito, cuando aún me atrevía a probar sueños contigo.
Pero peleamos - tergiversaste mis palabras por molestarme y yo que no me daba cuenta y me comporté como todo un cretino poniéndome a la defensiva -. Sí, ya sé que fue mi culpa, pero por favor, no te des por enterada.
Esperé paciente a que trancaras el teléfono, apagaras el televisor y la computadora, a que oyeras dos o tres canciones de Sanz, te lavaras la cara, te acostaras y entonces, me metí en tu mente.
Tenía unas ganas enormes de descubrir qué pensaría de mí ahora, esta princesa, cuántas maldiciones e insultos me estaría lanzando desde adentro, tirando contra sus puertas o refunfuñando entre dientes.
El momento fue perfecto. Ningún otro, porque después de tus oraciones nocturnas y una que otra queja acerca de la firmeza de tu culo, empezaste a pensar en mí.
Al principio estuve confundido porque sólo repetías "qué lindo qué lindo qué lindo" y yo me dije que ni loca que estuvieras, podía ser ese yo. Después lanzaste un "pero qué imbécil" y una risita nerviosa que me aclaró toda la cosa.
Fue raro, verte en tu somnolencia era como construir una casa de palitos de helado, en la que ningún palito está repetido o es del mismo color; como imaginar un castillo, torre por torre, una ventana, luego el suelo, luego un árbol y un par de claveles del jardín, sin ver nunca el castillo en sí.
Pensabas en mi ojo derecho, lo reconocí por el lunar cercano a las pestañas y porque te acordaste precisamente del día aquel que yo tenía el sucio en el párpado y estaba muerto de verguenza. Admito, no sabía que mis ojos podían ser tan distintos entre sí, y ahi estabas tú, debatiéndote entre cuál era tu preferido, mientras divagabas simultáneamente por un pasillo estampado con frases que te he dicho. Me sentía como levantar una ceja y la mirada porque no me acuerdo de haber dicho esas cosas. Me llamó particularmente la atención un rincón lleno de flores que dijiste que yo te daba, en esos tiempos en que, según yo, cumplir año era un requisito para seguir vivo, y no un verdadero conteo progresivo, regresivo, ya ni sé. No recuerdo haberte dado las flores. No recuerdo haber sido tan tierno, mucho menos a los 22, y aún menos contigo. No sé -si vamos a ser honestos- quién era ese amigo que dices que yo creía un ignorante, y tal vez sólo si me lo forzaras encima, me acordaré de que me celabas con esquizofrenia.
Luego empezaste a pensar en cosas más recientes como en la discusión que tuvimos esta noche, y me enteré que te sentias realmente orgullosa de haber dicho unas cuantas cosas que a mi, lo que me dieron fue risa, así que terminé por sentirme un poco mal por ti. Sin embargo, me animé cuando recordaste que me reí. Inventaste la risa, claro, ambos sabemos que no me reí, pero me dieron mucha risa mis ocurrencias vistas desde ti.
Me asustó (mucho) que me pensaras en tu silla, acariciándote el pelo y con unas ganas enormes de tirarte en la cama, que creyeras que soy el tipo ideal para establecerse en la curva mas vertiginosa de una montaña rusa y alimentarte cada día con algodón de azúcar de un color diferente. Sentí unas ganas incontenibles de estornudar, o de llorar, o de gritar que no entendí y sentí también como pensaste literalmente en las letras A y H, combinándose azarosamente, dando origen a un gran AAHHAHAAAHHAAAA mientras te imaginabas con tu nuevo nivel de azúcar.
Finalmente, justo cuando pasaste de la idea del algodón siendo turquesa los miércoles, a imaginarte contando la peca número catorce de mi espalda, te quedaste dormida.
Todo pasó mucho más rápido de lo que esperé. Tiraste la puerta de un trancazo y te fuiste a esconder allá donde, a pesar de mis contactos y mis habilidades de McGyver, no pude entrar.
Así que cogí rumbo a casa defraudado por mi incapacidad de identificarme con todo lo que ves en mi; con la mirada al suelo y los ojos tristes, reconociéndome por primera vez en mucho tiempo, como alguien demasiado distinto y distante del tipo ese del que te enamoraste.
A Benjamín
-demasiado informado para ser crédulo, y demasiado joven para no creer-
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