Yo no sabía por qué no podía atravesar si, al fin y al cabo, me había querido ir por mi propia voluntad y sin dejar nada pendiente. A menos que todavía tuviera alguna oportunidad; tal vez aún tenía una esperanza; quizás aún podía resucitar.
Había ocurrido hace algunas semanas, producto de una mortal enfermedad que yo había padecido, y por cierto también bastante extraña. Los primeros síntomas parecían como los de una gripe y la alta fiebre y los constantes vómitos me mantuvieron en cama durante varias semanas. Luego mis sentidos se comenzaron a ver afectados y paulatinamente se fueron yendo: al cabo de un mes ya no podía ver, ni oír, ni hablar. Después la enfermedad se transformó en un problema cardiaco que poco a poco me destrozó y consumió el corazón. Las cortinas y la puerta de mi cuarto debieron ser cerradas para que no entrara luz, pues me lastimaba la piel y mis ciegos ojos me comenzaban a arder. Finalmente, mi agonía terminó un día que, mientras esbozaba algunos pasos por mi habitación, me quedé paralizado e inerte, cayendo por fin silenciosamente muerto al piso.
Ahora yo podía ver la luz al otro lado del túnel y todo lo que quería hacer era cruzarlo. Llevaba mi equipaje en mano y estaba listo, pero, sin embargo, no podía cruzar; aún sentía aquella cadena que me mantenía atado a este lado. Intenté abrir varias veces la reja, pero esta se mantenía cerrada firmemente. No sabía por qué no podía atravesar si, al fin y al cabo, yo me había querido ir por mi propia voluntad y sin dejar nada pendiente. A menos que todavía tuviera alguna oportunidad; tal vez aún tenía una esperanza; quizás aún podía resucitar.
“Sí, eso era- pensé- pero, ¿por qué y para qué resucitar?” Al final, ni siquiera alguien de mi familia se preocupó por mi agonía, o al menos se dio cuenta, y debí pasar todo ese tiempo solo. Entonces, ¿para qué volver allá? A menos que yo les hiciera saber a mi familia sobre mi fallecimiento, claro que como un accidente, y luego ellos llorarían, se culparían a sí mismos por no haberse preocupado por su hijo, y finalmente le rogarían a Dios de rodillas para que se los devolviese. En aquel momento, yo volvería a la vida milagrosamente, y mis padres llorarían esta vez de felicidad y viviríamos felices por siempre. Era el plan maestro. Ahora, sólo necesitaba planear como haría para que mi familia se enterase de mi muerte.
Días de planificación y meditación vinieron. No fue fácil crear rápidamente algún plan para cumplir mi tarea, por cierto mi primera y con suerte única tarea como espíritu; pero al cabo de algunos días logré idear unos cuantos planes que podría emplear.
La primera técnica consistía en poner una de mis manos muertas asomada por una pequeña ranura de mi puerta para que se fijasen en ella cuando pasaran por allí. Curiosamente, yo, durante mis días de meditación observé que todo el tiempo alguien pasaba por allí, aumentando las posibilidades de mi mano de ser vista. De todas maneras, nadie se fijó en ella y el intento no funcionó: el plan A había fracasado.
El plan B era muy parecido al anterior, pero esta vez abrí por completo la puerta y puse mi cuerpo al frente para que lo vieran, en una posición bastante dramática e impresionante; no obstante, este plan tampoco funcionó.
Finalmente, recurrí al tercer, definitivo y último plan: el C. Esta vez, yo me debí esforzar un poco más pues tenía que conseguir ciertos instrumentos para ejecutarlo y, además, mi cuerpo no estaría en el suelo. Con una silla y una soga logré colgar mi cuerpo a una lámpara del techo, con una actitud de ahorcado bastante realista, a pesar de que de vez en cuando la cabeza y la ropa tendían a caerse. Sin embargo, ni siquiera esta vez el plan funcionó: otra vez nadie me había notado.
Ahora, yo ya estaba furioso. Sin saber que hacer, comencé a dar vueltas alrededor de mi cuerpo, agarrándome la yugular con las manos. No podía creer lo indiferente, o estúpida, que había mi familia; ¿no había sido yo lo más explícito posible? ¿Debería susurrarles delicadamente en sus oídos que su hijo estaba muerto? De pronto me detuve de dar vueltas y me dediqué a mirar mi cuerpo. Lucía tan inerte e inmóvil, envuelto por el polvo, la inmundicia y una gruesa capa de melancolía. Ya estaba todo débil y descompuesto, los huesos trizados, la piel arrugada y los ojos desorbitados, navegando por otro universo. No merecía ser enterrado en esa habitación, así como yo tampoco merecía permanecer a este lado del túnel. Ahora estaba decidido a llegar al otro lado y, antes de irme, hice lo único que me quedaba por hacer: tomé mi cuerpo con mis piernas y lo saqué del cuarto. Al bajar las escaleras me encontré con mi madre que, apenas mirándome, me dijo:
-¡Por fin saliste! Anda a lavarte las manos; el almuerzo está listo.
Asentí mecánicamente moviendo la cabeza y salí de la casa, con destino al puente. Crucé la calle y después la baranda que me separaba del agua, algunos metros más abajo. Me volví un instante hacia atrás y contemplé mi casa. Después giré hacia delante nuevamente, aún sosteniendo mi cuerpo con mis piernas y simplemente lo dejé caer al río, sin hacer mucho escándalo.
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