Stella & Julius
Sin importar que en más de una ocasión hubiera pensado en el buen doctor Kevorkian y que en ciertas noches de insomnio hubiera entrevisto la idea que después se haría realidad, la decisión de suicidarse Stella Clark no la tomó después de la primera mastectomía. Su optimismo y fortaleza de carácter la salvaron de esa caída. Ni ella misma sabía que poseía esas cualidades, puestas a prueba por las falsas esperanzas que los médicos le habían dado al hacer el diagnóstico inicial. Entre estadísticas, historiales médicos y una sala llena de máquinas sofisticadas, le habían asegurado que un programa de procedimientos invasivos y radioterapia garantizaba una prognosis excelente. Mentirosos; en su empeño por mantenerla viva a toda costa, sólo habían logrado llenarla de mentiras.
Por ellas Stella se sometió dócilmente a la primera operación y, estando aún en convalecencia, le restó importancia a la prótesis blanquecina que las enfermeras le llevaron en una bandeja de acero inoxidable. También por ellas recibió las emisiones de cobalto con relativamente buenos espíritus, y no faltó a ninguna de las citas con su consejero. Notó que si se esforzaba, podía expulsar el patetismo de su enfermedad y ver la situación con el lente de la practicabilidad que la había caracterizado siempre. Por supuesto que el apoyo de su familia fue incondicional, y una vez que se hubo acostumbrado al nuevo régimen alimenticio, a los parches de pelo muerto que colgaron varios meses de su cráneo y al vacío que había dejado el seno derecho, los asuntos de casa volvieron a una normalidad parecida a la que la familia Clark había gozado durante los veinticinco años previos a la operación.
A pesar de todas las precauciones tomadas, el CAT-Scan del segundo examen anual reveló que las defensas de la enferma ya no podían contener el avance del carcinoma. Cuando el equipo de oncólogos decidió extirpar el otro seno, a Stella le fue imposible continuar esperando el futuro con los brazos cruzados. Se sometió a la segunda operación no porque hubiera querido salvarse sino por —y que Dios le perdonara tan negro pensamiento— la presión que su familia había ejercido sin tener la más mínima idea de lo que era ser una mujer literalmente despechada, una mujer a la que una legión de células desbocadas carcomía en lo más íntimo de su ser, y ella sin poder hacer nada al respecto. Lo peor era eso, la impotencia. La impotencia.
Seis semanas después de la segunda operación su consejero, al notarla tan sombría, envió un informe a los médicos, pero éstos atribuyeron su estado de ánimo a la desmoralización que normalmente ocurre en estos tipos de cáncer y sugirieron que continuara observándola e informara a la familia de una posible depresión prolongada. Ya que la taciturnidad se había convertido en norma y Stella se había enclaustrado en un mutismo casi perenne, su esposo y sus dos hijos, llegando rápidamente a la resignación, trataron de reconstruir una normalidad que poco tenía que ver con la de antaño. Por estar enfrascados en esa faena, no pudieron detectar ninguna de las señales de alarma que el consejero les había anotado en una lista. Además, nada en el comportamiento de su esposa y madre parecía indicar que saldría de la depresión en un futuro cercano.
La excepción fue aquella mañana en que Stella despertó casi eufórica. Se levantó llena de vida, asignó labores a diestra y siniestra y ella misma desempeñó los pocos quehaceres que su debilitado cuerpo le permitió hacer. Ese feliz día su esposo Eric creyó que Stella por fin había roto el quiste de la depresión. Pero su entusiasmo duró poco: los ánimos de la moribunda decayeron con el avance del día, y para cuando el sol se escondió tras la arboleda de Glenview Park, Illinois, Stella había vuelto a su agujero negro.
El equipo médico atribuyó la repentina euforia de Mrs. Clark a una última esperanza que saltó desesperada, únicamente para caer bajo los estertores de la derrota definitiva. Los médicos concluyeron que no quedaba otro remedio más que esperar el fin. Pero para Stella los resignados eran ellos, de ahí su interpretación tan fatalista. Porque ella, sin que nadie pudiera imaginarlo, había vislumbrado la salida. Con un poco de valor
—mucho menor que el que tuvo que sacar para enfrentarse a las operaciones— podía ganarle la partida a su injusto destino. Todo ese día de euforia lo utilizó para saborear un único pensamiento, que terminó llenándola a plenitud. La función de las intensas labores domésticas fue para permitirle mantenerse enfocada y analizar sus emociones desde mil puntos de vista distintos. Concluyó que su tragedia podía terminar o en la mejor victoria posible o en el final abyecto que la aguardaba, que, aunque desembocaran en lo mismo, eran dos vías completamente distintas cuando se tomaban en cuenta su orgullo y el derecho de morir dignamente. Al atardecer, cuando regresó a lo más profundo del agujero, Stella había optado por la primera vía y el plan para enfrentarse con los ojos abiertos a su final ya estaba puesto en marcha.
Lo primero que hizo fue ahorrar los mil quinientos dólares con que pagaría los servicios del verdugo. De los tres pasos del plan, éste fue el más fácil y el que menos tiempo le tomó. Simplemente hizo lo que había hecho a lo largo de su vida matrimonial: ajustar el presupuesto de acuerdo al ingreso semanal, y mentir un poco sobre gastos inesperados.
El segundo paso fue contratar a Julius Wilson. La excusa que dio a su familia fue que ella sola ya no podía continuar cuidando el jardín; su jardín lo mantendría lindo aunque fuera lo último que hiciera, pero para ello necesitaba ayuda. Sus hijos se ofrecieron como voluntarios, pero Stella dijo que lo mejor era conseguirse a alguien de afuera, que sería saludable tener contacto con una persona que no formara parte del círculo familiar o del médico, que, a decir verdad, la tenían cansada.
Temprano la mañana del sábado siguiente guió a Martinville, suburbio vecino mucho más pobre que Glenview Park. Con la ventana de la station wagon abierta a medias, entabló una conversación desconfiada con un baquiano, y los dólares que le entregó compraron la búsqueda y la subsecuente redada de candidatos disponibles. Por más que Stella trató de evitarlo, los diez o quince jóvenes alineados frente al Church’s Fried Chicken, le recordaron las ilustraciones de subastas de esclavos que había visto en los textos de historia de sus hijos. Después de mucho deliberar, escogió a Julius; lo escogió no únicamente por su fortaleza física, sino por poseer lo que ella juzgó debilidad moral, que se traducía a maleabilidad y más específicamente, a proclividad al dinero fácil. Cuando el grupo se dispersó, la mujer blanca y el hombre negro negociaron los términos del contrato, quedando en que Julius empezaría a trabajar la semana siguiente.
Contrario a lo que ella había supuesto, el problema del hombre negro insertado en el hogar de blancos se solucionó por sí solo. El martes, a la hora de la cena, Jimmy, su hijo mayor, le preguntó si había conseguido al ayudante que andaba buscando.
—Sí —contestó ella—. Empieza mañana. Vendrá una vez a la semana, los miércoles.
—Dónde lo encontraste? —preguntó Jimmy.
—En Martinville.
—¿Es un negro?
—Sí
—¿No te lo dije, Carl? —dijo Jimmy a su hermano menor—. Mamá y sus ideas liberales.
Carl asintió y los dos rieron con complicidad.
—Vamos, tenemos que darle el beneficio de la duda —contestó ella, fingiendo indignación. El cáncer era el as bajo la manga, y por eso se saldría con la suya—. No debemos juzgar a nadie por el color de la piel.
—Confíen en ella, hijos —intercedió Eric, preocupado por un posible sobresalto—. Déjenla que haga lo que quiera.
Y el tema no se volvió a tocar.
Esa noche, mientras flotaba en la viscosidad de su insomnio, Stella se mordió varias veces el labio inferior para que Eric no escuchara las risitas que se entrometían en su llanto.
Se impuso la regla de que la rutina de los miércoles no se vería afectada por Julius. Para ahorrar tiempo y romper la barrera del contacto físico, recogía al jardinero en su casa a las ocho de la mañana; después de pasar el día juntos, lo llevaba de vuelta a las cinco o cinco y media de la tarde, suficiente tiempo para que su presencia se disipara antes de que su esposo e hijos regresaran del trabajo. Con tanto ir y venir, conoció Martinville lo suficiente como para no perderse; lo mismo sucedió con los vecinos del jardinero, que se acostumbraron a ver que los miércoles una station wagon azul llegaba dos veces a casa de Julius Wilson, quien por fin parecía haber conseguido un trabajo estable.
El hecho de que Julius no fuera buen trabajador debía ser lo que menos importara de todo el proceso, pero a Stella fue lo que más le costó aceptar, y en más de una ocasión estuvo a punto de despedirlo. Porque además de hacerse el tonto —algo que la obligaba a interrumpir su propia rutina para enseñarle lo que tenía que hacer, o para recordárselo, que era lo más usual—, desaparecía con demasiada frecuencia, muchas veces teniendo ella misma que terminar los trabajos que él dejaba a medias. Encima de eso, ella tenía la bondad de pagarle al final de jornada, algo que no se acostumbraba a hacer en ese tipo de contratos, también dejando de vez en cuando que se le pasaran tres o cinco dólares de más. Le irritaba la tranquilidad con que él abordaba la station wagon el miércoles siguiente, sin disculparse por el mal trabajo que había hecho la semana anterior, sin siquiera darle las gracias por el dinero adicional, mucho menos devolvérselo.
A pesar de los obstáculos iniciales, Stella hizo todo lo posible por ganarse la simpatía de Julius, pero penetrar ese carácter tan arisco fue un proceso que resultó prácticamente imposible de llevar a cabo. En primer lugar, la médula de la vida de Julius era la pobreza, algo que ella nunca había padecido. En función a ella, Stella sospechaba que dentro del joven negro hervía el odio, pero era uno que no tenía ni pies ni cabeza. Era él contra el mundo o el mundo contra él: la soledad última, que de un momento a otro podía convertirse en detonador de una venganza irracional contra cualquiera, como se había visto recientemente en los disturbios de Liberty City, en Florida.
De la misma manera que ella había sido indiferente a la raza negra en general, Stella sentía que Julius la odiaba vagamente como parte la raza blanca y no como a una mujer llamada Stella Eloise Clark, ama de casa suburbana de cuarenta y nueve años, y eso la alentó a continuar. Con la simpleza que la caracterizaba, resumió el complejo asunto en una sola palabra: ignorancia, ignorancia de alguien distinto. Por eso sacó el asunto de la raza del centro de la relación y se propuso a tratar a Julius como si fuera casi un hijo: Soft water/Wears away/Hard rock,/If it persists: nunca había olvidado esos versos, que había visto en un catálogo de frases célebres bordadas y que con los años se habían convertido en su lema y grito de guerra doméstico. El suave rumor del principio materno erosionó las primeras defensas del empleado. A la hora del almuerzo, Stella se sentaba con él a la mesa de la cocina y le hacía preguntas inocentes sobre sus gustos, su infancia, sus vivencias, que él contestó primero con monosílabos y luego fue ampliando hasta hilvanar largas anécdotas de racismo, violencia doméstica y hacinamiento. Horrorizada, Stella no comprendía cómo el gobierno que tanto admiraba dejaba pasar impunes semejantes injusticias contra sus conciudadanos menos afortunados. Poco a poco, la relación que ella, dentro de su imaginación, pudo haber considerado estimulante o exótica o sociológica, se estancó en el abismo de la brutal realidad que separaba sus vidas. Incapaz de tender un puente, las conversaciones tan emotivas del principio fueron diluyéndose en temas como el clima, algún titular del periódico o el jardín. Cuando éstos se agotaban, a veces al comienzo de la jornada, pasaban el resto del día sin hablar. Stella se sintió aliviada cuando dejaron definitivamente esos temas tan delicados; la mortificaban de tal forma que no era conveniente para el buen curso del plan, ya que hacía que se compadeciera de Julius cuando éste era simplemente el vehículo para llegar a su objetivo.
Las piezas finales del plan encajaron por accidente, aproximadamente tres meses después de haberlo puesto en marcha. Durante esos días, los dolores en el vientre habían cesado repentinamente, pero Stella sabía que era una tregua que el cáncer daba para reconcentrar fuerzas y embestirla con renovada virulencia, y por eso debía darse prisa.
Una fría tarde, en la almáciga del invernadero del traspatio, ella y Julius se disponían a injertar poinsettias blancas y rojas.
Con una mano Stella dobló el tallo de una poinsettia y con la otra llevó la cuchilla al lugar del corte.
—La incisión debe ser lo suficientemente profunda para que permita el contracto entre el injerto yel patrón —dijo, enterrando la cuchilla en el tallo, que sangró una perla de savia.
Hicieron el injerto. Cuando amarraban la venda, Stella notó una capa escamosa que recubría el tallo y las hojas del injerto, una sustancia parecida a la miel seca. Observó que las demás plantas de la almáciga también estaban cubiertas con la misma sustancia, que había resecado en parches las frágiles cortezas. En ese pequeño detalle vio su oportunidad de proponerle el verdadero negocio a Julius.
—Ahora te toca a ti —dijo, pasándole la navaja.
Julius hizo la primera incisión demasiado profunda, y la planta se desplomó como un diminuto árbol. La miró, y con sus ojos de cordero pidió disculpas.
—No te preocupes —dijo Stella, acercándose a él.
Tomó la enorme mano negra con la suya y guió la navaja. Los pedazos de corteza volaron con delicadeza.
—¿Ves? Con cariño todo se puede, hasta matar —y de un tajo cortó las dos primeras poinsettias, que se desplomaron al mismo tiempo—. Es necesario tener mano firme. Sin seguridad y determinación, cualquier trabajo, por fácil que sea, se vuelve desordenado.
Agarró un manojo de plantas y trató de romperlas. El manojo se resistió y los tirones alocados desprendieron algunas hojas, hasta que por fin las plantas cedieron, quedando tendidas en desorden, las mitades rotas todavía unidas por las pocas fibras que habían resistido el forcejeo.
—¿Entiendes? —preguntó ella con una suavidad que era incongruente con la violencia de sus manos.
Julius asintió con la cabeza, pero la perplejidad le ensombrecía el rostro.
—No te preocupes, tenemos más —dijo ella, serena—. Te quería mostrar la diferencia entre un buen trabajo y uno malo. Y si te pagan, tienes la responsabilidad de hacerlo lo mejor que puedas. ¿Entendido?
Viendo que la confusión no terminaba de disiparse, Stella le indicó que se sentara.
—Muy bien, Julius —dijo, exhalando—. Nos entendemos. Nos merecemos un descanso. Vuelvo enseguida.
Entró con paso ligero a la casa y a los pocos minutos salió nuevamente. Se sentó junto a Julius, que había salido del invernadero y la esperaba sentado en el césped. De la bolsa del mandil sacó una pinta de ginebra y se la mostró a Julius. Al verla, los ojos de Julius se iluminaron de deleite, se apagaron con sospecha y por último expresaron una curiosidad cautelosa. Miró a Mrs. Clark con la botella en las manos y la botella en las manos de Mrs. Clark.
—Nuestro premio —dijo ella, sonriendo. Para darle, y darse, confianza, la destapó y se dio un trago.
Sintió el líquido perfumado calentarle los pechos ausentes y bajarle al vientre. Se limpió la boca con el dorso de la mano y le pasó tímidamente la botella a Julius, quien le dio un largo trago. El efecto fue inmediato: los rasgos faciales se le suavizaron, la boca se le abrió en una sonrisa distante y una suavidad desconocida para ella pareció aflorarle en todo el cuerpo. Sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo de la camisa y lo encendió con la tranquilidad del hombre que lo tiene todo. Sorprendida por el cambio, Stella pensó que sería una buena idea darle un poco de ginebra antes de la ejecución.
—Mrs. Clark, para ser blanca, usted sí sabe utilizar la navaja —dijo él, sonriendo, exhalando una bocanada de humo mientras le devolvía la
botella—. Pow! y las dos plantas al suelo.
Stella se dio otro trago y devolvió la botella a las manos de Julius.
—¿Recuerdas el día en que nos conocimos?
—preguntó después de recobrar el aliento.
Julius movió la cabeza para dar una afirmativa.
—¿Sabes por qué te escogí a ti y no a otro?
Él se alzó de hombros.
—Por tus ojos —dijo ella—. Eran tan distintos que los de los otros. No sé, me parecieron más tiernos. No sé si me creas, pero me parece que tienen mucha ternura dentro.
Stella sintió la ginebra excitarle los pensamientos. Alzó el brazo y comparó su palidez con la piel color de madera quemada de Julius.
—¿Has sentido compasión alguna vez, Julius? —preguntó, y dejó caer el brazo como si fuera de caucho.
—Claro que la he sentido —contestó él—. Cuando echaron preso a mi hermano. Lo visitaba todos los fines de semana. Eso es compasión.
—Andas cerca —dijo Stella.
Julius le dio otro jalón a la botella. —Pero no sé si haya sido compasión verdadera, porque al cabo de dos meses la vida se me complicó y ya no pude seguir yendo a verlo. Diez años es una larga sentencia, y yo tengo mi vida por delante.
Ella le quitó la botella de las manos y se dio otro trago. —¿Has matado a alguien, Julius? —preguntó sin poder controlarse, sintiendo que el licor le quemaba la garganta.
—Mrs. Clark, por favor. Sólo porque soy negro…
—Fue solamente una pregunta, disculpa —se apresuró a decir ella—. Creo que estoy borracha. Pero dime algo: ¿No notaste nada en las poinsettias que corté?
—No.
—¿Sabes por qué las corte?
—Supongo que se enojó conmigo.
—No es justo esperar que alguien haga algo bien la primera vez —dijo ella, dándole unas palmaditas en el muslo. En ese momento se percató de que lo estaba tratando con condescendencia, casi como a un niño, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que no podía evitarlo, ésa era la única manera que podía tratar con él—. No, no fue por eso. Estaban enfermas, Julius. Las maté porque me compadecí de ellas.
Volvieron a intercambiar la botella.
—Eso es compasión —continuó Stella—. Ver el apuro de un amigo y ayudarle a salir de él. Verdadera compasión y ayuda verdadera, dos ingredientes que siempre deben ir juntos.
Stella vio cómo Julius le daba el último trago a la botella. Ya casi eran las cinco; los hombres de la casa estarían a punto de regresar del trabajo. Debía mantener la calma, lo más importante era no salirse del tema.
—Yo también estoy enferma, Julius —dijo, sin titubear, y miró el sol que se escondía detrás de las casas más distantes de la cuadra—. Muy enferma.
Y con voz pausada le contó su dilema, la decisión, el papel que él desempeñaría, la cantidad de dinero que había de por medio. Una vez aceptada la oferta, Stella se sorprendió de la facilidad con que la dinámica había cambiado, como si todos los obstáculos que había encontrado para ganarse a Julius nunca hubieran existido. El preámbulo de la compasión había estado de más, había pasado a segundo término, y la delicada propuesta de pronto se convirtió en una transacción cualquiera, como si de comprar un carro se tratara. En el fondo, la simpleza con que se resolvió el asunto la tranquilizó, y después de dos años por fin pudo respirar tranquila, como si le hubieran quitado una enorme pelota de hierro de los hombros. Y mientras detallaban el horario del miércoles siguiente, entre ellos se formó una especie de camaradería, como dos niños que han planeado faltar a la escuela para buscar dónde es que terminan las vías del ferrocarril.
El miércoles siguiente todo transcurrió como de costumbre, con la única diferencia de que cada uno desempeñó sus labores en completo silencio, ni siquiera se miraban a los ojos cada vez que uno se cruzaba en el camino de otro. Mientras Julius le daba los últimos toques al patio, Stella aseó la casa, lavó tres tandas de ropa y fue de compras al supermercado. Dejaba todo en orden porque no quería que a la hora de que se tuvieran que hacer cargo de su cadáver, su familia tuviera que molestarse con asuntos que en vida habían sido parte de su jurisdicción. Como de costumbre, almorzaron juntos, pero no hubo tema de conversación. A media tarde, Stella preparó un lomo de cerdo acompañado de repollitos de Bruselas, puré de papas y ensalada de col dulce. Sirvió la cena en fuentes separadas, las guardó dentro del horno, lavó los platos y dejó la cocina reluciente.
Luego se dio un largo baño de burbujas. En una cadena de ritos lentos, premeditados, se lavó el pelo, se hizo un tratamiento facial, se rasuró las piernas y los sobacos, se depiló las cejas y se cortó y limó las uñas. Con lentitud ceremoniosa, se puso el vestido floreado que había escogido para la ocasión y aumentó la intensidad de su mirada con un poco de rímel. Por una cuestión de amor propio, no se puso las prótesis mamarias. Al verse en el espejo, le pareció que el pecho aplanado le otorgaba un orgullo casi masculino; pero no, era una imagen falsa: se trataba de una mujer en control de su destino y por eso orgullosamente femenina. Y con ese pensamiento se recostó quince minutos. Se levantó despejada; arregló la cama, sacó los dos sobres del costurero. Dejó uno de ellos en la mesa del comedor, a la vista de todos. Mientras le daba un último vistazo a la casa, hizo un repaso mental del contenido de la otra carta, en la que explicaba su decisión y la función de Julius. Pero más que nada, recordó el énfasis que la había dado a la última frase: Por favor no se culpe a nadie, y mucho menos a Mr. Julius Wilson, que siguió mis instrucciones al pie de la letra, y pensó que para estar tan llena de emoción, la carta había sido escrita con cordura y con un profundo sentido de la justicia.
Llamó a Julius al garaje. Frente a frente, por unos tensos segundos no supieron qué hacer, cada uno escuchó en silencio la respiración acelerada del otro. En la de él a ella le pareció oler el aroma dulzón de la ginebra, y por eso decidió mejor no sacar la pinta que escondía dentro del bolsillo derecho del vestido. Del bolsillo izquierdo sacó el sobre con el dinero.
—Hay cien extras —dijo, sin ninguna emoción, pasándoselo—. Con la esperanza de que hagas un buen trabajo.
—Usted no se preocupe —dijo él, con excesiva confianza, metiéndose el sobre al bolsillo trasero del pantalón—. Bueno, listo.
—Lista —dijo ella, alisándose el vestido, y estiró el cuello.
Julius puso las manos sobre el cuello blanco y apretó. Apretó sin premura, progresivamente, hasta que Stella parpadeó varias veces, volteó los ojos hacia atrás y toda fuerza pareció abandonarla. Había perdido mucho peso, así que a él le fue fácil posarla suavemente en el suelo de concreto. Le auscultó el pecho con la mano y sonrío satisfecho. Después rebuscó los bolsillos del vestido y sacó la botella de gin.
—Vieja estúpida —dijo, destapándola y dándose un trago. Luego se marchó.
Si no era porque el pecho plano no subía ni bajaba indicando una respiración, se diría que Stella dormía tranquilamente. La presencia de ese cuerpo inerte, tenso aún después de muerto, parecía complementar la rigurosa pulcritud con que las cosas del garaje habían sido ordenadas. Era como si la eficiente, la hacendosa, la juiciosa Stella Clark había decidido morir en el lugar de la casa que mejor reflejaba su personalidad. Daba la impresión de que lo había escogido para que su muerte no ensuciara la casa que había cuidado y mantenido por tantos años. Y todo iba tal como ella lo había dispuesto, sólo que de pronto sus pulmones rompieron el silencio con una especie de eructo prolongado que también era una búsqueda de aire.
Se incorporó bruscamente, y después de haber controlado la tos y los jadeos, se levantó con la cara enrojecida y se tocó la garganta.
—Shit! —gimió para sí, volviéndose a acostar y cubriéndose el rostro con las manos.
Una punzada en el costado hizo que se ovillara; respiró rítmicamente, permaneció inmóvil hasta que controló el dolor y ordenó sus pensamientos. Se incorporó, se abrazó las rodillas y escondió la cara en el espacio abierto por los brazos cruzados.
¿Cómo pudo prever que ese maldito negro, con sus muslos y bíceps enormes, necesitaría un curso intensivo de matar? Tantas horas de esbozos, de insomnio, la perfección del antifaz con que había burlado a su familia y a los médicos, todos sus esfuerzos habían sido en vano. Sollozó sin lágrimas y maldijo mil veces su suerte. Odió su existencia, odió a su esposo e hijos, odió a los médicos que le habían arrancado la vida a pedazos, odió a un jardinero negro que se llamaba Julius Wilson y que ahora se había convertido en estafador.
Se vio levantarse, entrar a la casa y destruir la carta, devolver la cena a las ollas y los sartenes.
Se vio dándole de comer a su familia como si nada hubiera pasado, lavando los platos y después de haberlos lavado sentándose a ver televisión y pretender entenderla cuando la derrota no le permitiría entender nada. Antes de acostarse, se tomaría la farmacia de cada noche y se metería a la cama sabiendo que además de no haber alcanzado su objetivo, había perdido 1,600 dólares en el proceso; entonces la rabia subiría a la superficie, la mantendría con los ojos abiertos a las once de la noche, a las dos de la mañana, a las cinco. Y a la mañana siguiente se tendría que levantar y así continuar sus insoportables días fingiendo que nada había pasado, que después de todo lo que había hecho nada se había alcanzado, hasta que la muerte se la llevara como a cualquier otra estúpida que no había luchado por su dignidad. No, señor, las cosas no iban a quedarse así, entre ella y su destino había un compromiso, entre ella y Julius había un acuerdo pagado, y ambos tenían que ser cumplidos.
Se levantó, se arregló el pelo y fue por las llaves del auto. Al pasar por el comedor, vio el sobre en la mesa y se detuvo. Lo recogió y leyó, en su cuidadoso puño y letra: Para Eric Clark y nuestros hijos y casi lo rompe pero se contuvo. Con un plan de emergencia esbozado mentalmente, se metió el sobre al bolsillo. Salió por la puerta delantera, se metió a la station wagon y se marchó tras haber cerrado la puerta de un golpe.
Halló a Julius acompañado de sus amigotes. Cuando abrió la puerta y la vio, Julius se sorprendió menos de lo que ella se hubiera imaginado. Stella supuso que era porque estaba anestesiado con ginebra. Desde el porche pudo ver parte del grupo de amigos, que entre la música y el ruido de vasos comentaban algo, de seguro la presencia de la blanca, la mujer blanca a quien Julius había sacado los 1,600 dólares más fáciles de su vida. Estaba segura de que ella era la que causaba las risas que se escuchaban al fondo de la casa.
—Tiene más valor de lo que pensé, Mrs. Clark —dijo Julius, tambaleándose un poco—. Nunca esperé volver a verla por estos lados.
—Hiciste un mal trabajo, Julius —dijo ella serenamente—. Creí que teníamos un arreglo. Te he pagado por un trabajo que no has terminado. ¿Cómo piensas salir de tu miseria si no trabajas como es debido? ¿O es que para aprender necesitas ser castigado, como tu hermano?
Julius no dijo nada; se limitó a mirarla con sus ojos enrojecidos.
—No te vas a salir con la tuya —continuó ella—, así tenga que quedarme aquí toda la noche. Te aconsejo que no quedes mal conmigo.
—Espere aquí —dijo él, con súbita determinación—. Ya regreso.
Entró a la casa, cerrando la puerta para que Stella no pudiera ver lo que sucedía adentro. Mientras esperaba, ella sacó el sobre y lo estudió por unos segundos. Luego se agachó y lo dejó caer entre los tablones del porche. Por entre las rendijas vio que había caído boca arriba.
—Negro estúpido —murmuró entre dientes y se llenó los pulmones de aire.
Se puso de pie justo antes de que Julius saliera cargando un bate.
—La solución de tu problema la tienes en tu propia casa —dijo ella, con una leve sonrisa, después de que él cerró la puerta.
—Cállese y vámonos —contestó Julius, sin hacerle caso.
Cuando bajaron la escalinata del porche, los amigos de Julius se amontonaron en la ventana. Los vieron alejarse juntos: parecían cualquier pareja que iba rumbo a un partido de softbol. Entraron en la station wagon, que arrancó silenciosamente unos segundos más tarde.
A la tarde del siguiente día, mientras los familiares de Stella Clark trataban de adivinar el móvil de tan brutal asesinato, dos detectives de la Sección de Homicidios del 13avo. Precinto de Policía de Glenview Park, tocaron a la puerta de Julius Wilson. Al no recibir respuesta, forzaron su entrada y lo sorprendieron tratando de deshacerse de 1,470 dólares en billetes de $20, sobrantes de la noche anterior y que durante el juicio se utilizaron como evidencia principal en su contra, junto con el bate de béisbol que encontraron enterrado en el traspatio. Viéndose perdido, el homicida se entregó pacíficamente. Dos meses después, sin haber podido aclararle a sus abogados el significado de la frase de Stella con respecto a la solución, Julius Samuel Wilson fue hallado culpable de homicidio en primer grado y sentenciado a cadena perpetua.
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