La revancha.

Para él, aquella tarde sería la última de su vida, de eso estaba seguro, por eso cuando oyó sonar el timbre de la puerta intuyó que el momento estaba cerca. La sirvienta le anunció que los señores ”Y” lo aguardaban en el recibidor y él se dejó llevar hasta allí. Algún tiempo después, a un gesto suyo, la sirvienta volvió con un pequeño niño arropado entre sus brazos que aún dormía. Una hora después atendió a los señores “X” y esta vez la sirvienta les llevó una niña que jugaba a regalar sonrisas entre roces y ruidos de maruga.
Finalmente todo había sido dispuesto con la limpieza y seguridad que implicaron las abismales sumas que destinó para hacer cumplir su última voluntad. “Poderoso Caballero es Don Dinero” recordó a Quevedo y su irónico poema. Pero ni el dinero pudo retenerla a ella ni devolverle a él sus mutiladas piernas, al menos no a él, el de ahora, el que va a morir; ni totalmente a ella, la de antes, la que ya murió.
Apuró la copa de un solo trago, sin miedos, con el convencimiento de que diez y ocho años después de su muerte, en el mismo parque en el que se vieran ellos por vez primera, algunos se asegurarían de que una joven idéntica a ella (no totalmente ella) y un joven idéntico a él (no el de ahora, el que está muriendo) tendrían la oportunidad de volver a empezar.