El desván
Cuando alzo la mirada me topo con las nalgas de Miguel, que está más arriba que yo en las escaleras de madera y se ha detenido para escuchar mejor.
—No se oye nada —me dice en voz baja—. Vamos.
Llega al final de las escaleras y abre la puerta del desván. La abre lentamente, apenas haciéndola chirriar. Se pone un dedo sobre los labios y me hace señas para que lo siga pero despacio despacio. El desván, si es que así puede llamarse este cuarto desvencijado, es de techo bajo y tenemos que agacharnos para poder caminar. Está atiborrado de cajas y victrolas, de jarrones y vajillas rotas, de cuadros ennegrecidos, una colección de desahucios que lleva años acumulando recuerdos y moho. Al cuarto en penumbra lo atraviesan miles de delgados haces de luz que entran por los agujeros en las paredes carcomidas y acribillan mesas, sillas y lámparas. Con cada paso que damos se nos cambian las manchas de leopardo, y las partículas de polvo revuelan por todos lados formando arabescos luminosos.
Miguel llega a una de las paredes. Se agacha con precaución y mueve cuidadosamente una caja, que al parecer está vacía y que está ahí solamente para tapar lo que él anda buscando. Se acomoda en el espacio que ha dejado abierto y pone el ojo sobre un hoyo. No es un hoyo cualquiera, como los otros; es más redondo y tiene los bordes gastados, no por el tiempo sino por una mano industriosa. Es el hoyo que mejor vista tiene del cuarto contiguo, el #5, el cuarto de Alberto Acevedo.
—Ahí están —me informa Miguel con un susurro y el ojo pegado a la pared.. Luego se da vuelta y me dice con una gran sonrisa—: Qué rico los agarramos. Desnuditos, como Dios manda. Aunque todavía no hay acción —y se inclina hacia la pared para seguir fisgoneando.
—Dejame ver —le digo, acercándome y poniéndome de cuclillas directamente detrás de él.
—Uuuf, qué cuerpo más divino —dice.
—Dejame ver, carajo —y le aparto la cara y pongo la mía.
Ahí están el escritorio y las dos camas, el chiffonier y el ropero. Aunque no los puedo ver, sé que directamente debajo de mí están el librero y otro escritorio. Hasta aquí se siente el olor de las bolas de naftalina que don Evenor esparce pródigamente para contener, inútilmente, la turba de cucarachas que invade la pensión Mendoza y que empeora durante los meses de lluvia.
Y ahí están Alberto y Gioconda retozando en la cama de él, faltando a clases para estudiarse como si el tiempo no existiera. Gioconda, con quien yo también falté a clases pero ya no (hoy tus tetas tienen púas/y tu culo me sabe a mierda). Gioconda, la veterana que me regaló mi primer mordisco en la fruta prohibida. Gioconda, la de la orquídea tupida de pelos, que cuando se hinche y florece, secreta una sustancia cristalina que humedece las sábanas y las perfuma de algas marinas, aroma que se enredaba en mi barba y mis bigotes y que yo lamía y relamía hasta convertirla en arrullo. Gioconda, aquella que se me ensartaba con todas las ganas del mundo y me metía sus dos tetitas a la boca mientras giraba sus caderas como poseída por un demonio lascivo (el demonio lascivo era yo), y que cuando se venía sollozaba y le contaba cosas al aire. Gioconda, a la que con la práctica le comenzó a gustar por el chiquito y después sólo por el chiquito le gustó.
Una tarde de calor excesivo, mientras cursábamos el año básico. En la cocina de su diminuto apartamento de estudiante nos lamimos de arriba abajo los cuerpos calentados, sudados, salados. Pantalones en los tobillos, calzones a medio bajar, brasieres fuera de su lugar sin haber sido desabrochados, pelo húmedo pegosteado en las caras. Gioconda, jadeante y con los cachetes encendidos, se dio vuelta, apoyó el rostro contra la pared y abracadabra se separó las nalgas, mostrándome el negrito del batey, que palpitaba arriba de los labios lubricados, recubiertos por la maraña de pelos. Dale papito, hacé lo que querrás. La intenté meter seca pero no entró; lo que se vino fue el tufillo alborotado, haciendo que mi olfato reaccionara como ante un delicioso amoníaco. Echale saliva, dijo, ensalivándose un dedo y humedeciéndose el esfínter. Así, ahora hacélo vos. Mi dedo ensalivado recorrió varias veces la circunferencia del minúsculo músculo y comenzó a deslizarse mejor. Echale más, empapálo. Me escupí en la mano y lo embadurné. Uno de los dedos resbaló hacia su interior, pero sólo hasta la primera falange. Su cuerpo entero fue una sola contracción, y mi diminuto periscopio sintió que el músculo no era tan amistoso como los del otro lado, aunque sí había posibilidades. Ahí, dijo ella, movélo para que se acostumbre, y el aroma encabritado me entraba puro por las fosas nasales para terminar de enloquecerme. Me coloqué directamente detrás de ella y empujé la pelvis. Poco a poco me abrí camino en la estrechez del canal y el músculo, hospitalario como pocos, se dejó abrir. Y entonces el gemido de Gioconda, largo, escatológico, pleno.
—Me toca a mí, hombre —me dice Miguel, dándome unos golpecitos en el hombro—. Dame lugar.
Cedo mi puesto y me retiro un poco. La reata la tengo medio parada.
—Díos mío mi lindo —dice Miguel, embelesado, el sarampión luminoso moviéndosele por toda la cabeza—. Ahora sí que se puso buena la cosa.
Imagino la secuencia de eventos. Alberto desliza la lengua por el cuello, el torso, el vientre de Gioconda. Entierra la cara entre los muslos suaves, tratando de abarcar con sus labios lo que más pueda de vulva fresca, mojándose con fluidos vaginales los cachetes, la nariz y el mentón. La lengua recorre pliegues y dobleces, se mete en la hendedura, sale sube juega y vuelve a entrar y sale, traviesa, hasta sentir aquel olor que encanta, y si su dueño fuera lo suficientemente osado, le ordenaría que lambisqueara la argolla arrugada y deglutara su sabor acre, aunque no creo que lo haga. Gioconda, jadeando ese jadeo tan suyo, se separa los labios mayores y expone el botón que la desbordará al otro lado del paraíso. La lengua de Alberto, como lo hizo la mía en numerosas ocasiones, se mueve con mayor rapidez, busca cómo enfocar los movimientos para que el placer sea constante y no se diluya en contactos locos. Desde el punto de vista de Alberto (el mismo del espectador que ve aquel inolvidable óleo de Gustave Courbet), uno logra ver que el vientre de Gioconda se alza y desciende como la leche a punto de hervir.
—Mirá cómo la tiene —dice Miguel, casi sin aire—. Las piernas le están temblando. ¡Oí! ¡Oí! Qué barbaridad.
En efecto, logro escuchar los gemidos inconfundibles de Giconda. Imagino cómo los dedos de los pies se le enroscan y desenroscan por las oleadas de placer que una lengua, cualquier lengua, le está obsequiando. Los gemidos ascienden al grito entrecortado, que él debe acallar con la mano, aunque los mordisquitos en la palma son imposibles de controlar. En la pensión nadie puede darse el lujo de armar un escándalo, y menos a estas alturas del semestre, don Evenor lo sacaría en dos patadas. Aquí la discresión es importante, la bola se corre rápido porque las paredes oyen, a veces hasta ven.
Me comienzo a sobar la entrepierna, sintiéndome la reata tibia y dispuesta sobre el muslo. Paso la mano por encima del pantalón, delineando con la yema de los dedos su forma cilíndrica, y me aprieto el glande, con ganas de sacarla y frotármela sin medida ni clemencia. Gioconda, surcando el altiplano después del primer orgasmo, le susurra a Alberto que ya es hora de que pasen al salón de atrás.
—Epa —dice Miguel—, está pasando algo. Se detuvieron. ¿Cómo es posible que se detengan en medio negocio? Peráte, peráte… ¿cómo?
Se retira rápidamente de su posta. Se pasa la mano por el pelo y sólo logra alborotarlo más. La expresión de la cara le cambia entre las motas luminosas, y su rostro se oscurece.
—¡Cochinos! —es lo único que logra decir, y se marcha aparatosamente aunque poniendo cuidado de no hacer tanto ruido.
El agujero es mío, todo mío. Me importa un huevo lo que Miguel haga, allá él con su sensibilidad machucada. Me la saco apurado y ella sale toda llena de puntos luminosos. Sé que tengo que moverse con rapidez, me la sobo una dos tres cuatro cinco veces, y observo cómo su boquita ha rezumado una gota de lubricante transparente. Me la froto vigorosamente y me acerco al agujero en la pared.
Gioconda, colocándose de la misma manera que lo hizo conmigo en tantas ocasiones, está ofreciéndole el chiquito boquabierto a Alberto. Alberto, sin saber qué hacer, se levanta de la cama; con cada paso que da, el badajo medio erecto le campanea entre los muslos. Está consternado, mira a Gioconda y su expresión cambia a una de asco. Si enfoco bien, lo de Gioconda (que es mío, siempre ha sido mío) es un agujero dentro del agujero por el que observó, dos cír-culos concéntricos, el de afuera para ver, el de adentro para hostigar.
Por el tono de su voz sé que ella lo está invitando (aunque es más un instar que invitación) a que se la baile por la puerta de atrás, que no hay nada de malo en eso. No puedo dejar que cambie de postura, tengo que venirme antes de que ella cierre las puertas del cielo y se siente y Alberto comience a sermonearla o regañarla o a decirle la primera mierda que se le ocurra, con tal de salirse de esa situación. Me la froto más rápido, pienso en el brocal, ese anillo y su tufillo que nadie más que yo quiere. Concentro todas mis fuerzas en esa imagen, y cuando estoy por venirme inserto la punta en el hoyo en la pared y dejo que haga lo suyo. Entre el traqueteo de mis rodillas, logro escuchar los chirguetazos salpicando la pared, manchando los libros y los papeles que el pendejo de Alberto tiene regados sobre el escritorio. Lo más seguro es que ahora él se esté poniendo los pantalones para largarse como perro asustando.
Gioconda, Gioconda, ¿por qué me has abandonado?
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