Para Fernado
Nada más equivocado he escuchado en mi proclive vida de vagabundo que las personas le digan a alguien: "¡Tú no entiendes nada, pareces un burro!". Este es un craso engaño de quienes no conocen de cerca la vida campirana, ni han tenido contacto con el alcance natural y entendederas asombrosas y prácticas de tantos animales que favorecen nuestro suelo y de los cuales se sirven los hombres para su trabajo cotidiano. Por eso, muchas veces los aturdidos y rústicos son otros y no el burro.
Y, para corroborar tal premisa encaramada, quiero referir en esta ocasión las gestas del burro del abuelo, para descubrir las razones que me asisten en estas afirmaciones que empezaron muy efusivas y flamígeras, y espero se derritan al punto, para hacer brotar solamente admiración por estas criaturas de la especie irracional que a veces nos dan ejemplo a los respetados intérpretes del género humano, pero también animal.
Primeramente, recuerdo que el abuelo era un hombre vivo y activo, incansable y trabajador, en modo que durante casi toda la jornada, y esto día con día, se le encontraba empeñado en alguna fajina labrantía, o bien acometiendo cualquier afán diligente en beneficio de los demás; y, cuando no empleaba su actividad energético-muscular en estos enseres y accesorios de piso y superficie mensurable, repetidamente se le sorprendía caviloso meditando un plan de acción factible, o bien, en sus altos vuelos de giro completo con su mente incansable contratando cuentos provechosos.
El abuelo se levantaba irrefragablemente muy temprano; decía que convenía adelantarse siempre al lucero del alba, para recibir toda su claridad y caminar siempre en el rumbo correcto; lo cual, traducido en términos de paralelos y meridianos solares, significaba para él alzarse a las tres ó cuatro de la mañana. Inmediatamente se ponía en camino hacia el pueblo, y después de cumplir el trabajo especial del que toma nombre esta narración, y del cual se liberaba alrededor de las siete de la mañana; continuaba luego la marcha de su tiempo ocupado de manera diligente en varios menesteres.
Así, cuando no estaba entretenido en las faenas agrícolas, al menos se observaba al abuelo ya remendando alguna arpilla o los aparejos de su burro, o bien componiendo un almocrafe o azadón, rajando leña para la combustión hogareña o planeando mejores chafarriñones.
—¿Que qué es un chafarriñón?
—Así llamaba él a los bocetos de sus dibujos para trazar rectas las rayas o surcos de los campos de sembradíos. Porque el abuelo era rayador de los terrenos en toda aquella zona quintera, formada en su totalidad por peones y labriegos.
Ciertamente, como he subrayado, otra de las ocupaciones favoritas del abuelo, era indefectiblemente hallarlo pensativo, metido en su mundo de recuerdos y meditaciones profundas; pero esto último, lo hacía aún en medio de las tareas más pesadas, las cuales sin embargo, desarrollaba siempre con esmero y atención solícita, en forma diligente y hasta escrupulosamente.
El abuelo tenía un porte serio y respetuoso habitualmente, pero no ceñudo o enfadado, sino más bien espontáneo, afable y franco cuando se le abordaba. Era siempre accesible a la gente, por más ocupado que estuviese; todos cuantos lo conocieron estarán de acuerdo que era alegre para platicar cuando lo hacía, lo mismo para trabajar. Eran siempre vivas y expresivas sus narraciones cuando nos refería sus Cuentos; pero, una de las ocupaciones desempeñadas por el abuelo era en beneficio de toda la comunidad local donde vivía, así como de sus alrededores. Sí el abuelo era el “Nixtamalero” de aquella demarcación de La Pila y sus contornos.
—¿Que qué es un nixtamalero?
Bueno, en realidad este es un oficio que ya desapareció en el tiempo, debido a la reforma de costumbres, a la llamada ola pujante del progreso mecanizado y energético de la técnica moderna.
Por eso, para tener cabal cuenta de esta especial ocupación del abuelo, déjame decir que en tiempos atrás uno de los trabajos específicos de las mujeres era el de hacer las tortillas a mano, lo cual significaba un largo proceso. El maíz debía ser cocido y luego triturado para convertirlo en la pasta maleable o masa de donde surgían las tortillas.
Y, cierto que si nos ponemos a considerar aún más atrás en la rueda del tiempo, tampoco existió este servicio del abuelo antes de que se inventaran los molinos. Pues los nixtamaleros eran las personas que ahorraban a las amas de casa la enorme fatiga que suponía moler el nixtamal con determinación y a brazo partido, hasta dejarlo mullido y listo para cachetearlo entre las palmas de sus manos y pasarlo a un comal de barro calcinante, donde se cocía el pan de maíz, o, como viene llamado en la forma popular y acostumbrada de “tortillas”.
Todo trae sus inconvenientes —decía el abuelo— pues por ese miramiento que significaba un ahorro en el trabajo empeñoso para las mujeres, el cual con sus necesarios balanceos corpóreos, las hacía más fuertes y resistentes, llenas de fibra y coraje ante la vida; pues, el trabajo físico y rítmico, además del sudor, propiciaba en las madres el dejar su amor, su vida y energía con la cual alimentaban a toda su familia, y por eso eran más queridas. Además, acrisoladas en los quehaceres de su clase, las mujeres crecían bellas, esbeltas y garridas, podían lucir mejor su femineidad en sus torneados brazos, airosas piernas y ágiles espaldas, como expresión de un desbordamiento femenil en movimiento, conquista y presencia ante la vida. Señoras de la vida.
Y es que antes —nos ilustraba el abuelo —el ideal de la mujer perfecta, no era el costal de huesos que ahora se propaga como perfección y moda barata en los concursos de “misses” de chocolate, bombón y pasta seca. —No señor —decía mientras fruncía el ceño—: antes, nada de pinturas engañadoras, ni mogotes de esplénicos sin alma; sino vitalidad, color, frescura, salud y vida en contacto con la vida. Y esto, porque aunque no lo entiendan, la virtud de la mujer no puede separarse de aquello que presenta y representa.
—Y, si alguien me criticara que esto lo dice un hombre y no ellas mismas —entonces, acuérdense que la realidad más tangible de todo cuanto existe y puede conocer el ser pensante en este mundo, no es otra, sino el mismo ser humano, su igual —decía el abuelo— es decir, el ser precario y limitado, la carne quebradiza y efímera; y ésta para el hombre es la mujer y viceversa.
Pero, aún concretada en todos sus límites, como ente humano finito, la mujer es algo valioso, porque tantas veces es la única existencia que está en contacto con la razón y motivación por la que el hombre lucha, trabaja y se desvive. Es la mujer y la familia la razón del trabajo y del desvelo de los hombres. En atención a ello, es que le asiste al hombre un derecho innato sobre cómo ha de entrar en contacto con su realidad… y viceversa.
Por eso es que podemos decir —continuaba su discurso el abuelo— que nada habrá más extraño para la mujer que vestirse de conducta y de criterios enclenques, desmirriados y a veces hasta escuchimizados (que quiere decir: enflaquecidos, demacrados, enjutos y esqueléticos); nulidad más crasa en el género femenino, fuente y manantial de vida querer tener aspiraciones y aires entecos, menoscabados, caducos y desmedrados hasta en su cuerpo.
La mujer no es caja de cristal recubierta de alfeñique; y, aunque de suyo es un ser con una proyección graciosa, de encanto sutil, primoroso y, por ser femenina siempre delicada; sin embargo, la mujer, ¡fíjense bien! —nos llamaba la atención— en su expresión y significado más alto y profundo, en relación con su contraparte, análogo y correspondiente humano que es el hombre: la mujer es y representa la virilidad en demostración con la ternura del varón. La mujer es: fuente de vida, creación, luz, llama, pasión, decisión, ímpetu, valor, honor, valentía, donación... es expresión de amor. Crea, inventa, forma, es activa, viril. El hombre, en cambio, accede, se deja conquistar, formar, es tierno.
Con todo, y a pesar de cuanto decía el abuelo de cosas impropias que iban en substracción de la formación de un carácter en las mujeres, él supo meterse en el trabuco que disparó la modernidad de su tiempo, convirtiéndose en un nixtamalero, con el fin de aliviar —decía él— las pesadas cargas de las mujeres del campo; muchas de las cuales, además de la obligación de hacer las tortillas, se ocupaban de otros numerosos menesteres; sobre todo, cuando solas debían afrontar las labores domésticas con la destreza de sus fuerzas, porque sus hijos eran pequeños y el esposo se hallaba al “otro lado” de bracero.
Y para realizar este trabajo de apoyo a las mujeres, es donde entra el héroe de nuestro cuento: el burro del abuelo. Este ser del reino animal que mucho me sorprendió por su comprensión, alcance y talento, en el solo episodio que ahora cuento, porque es una experiencia personal y también de otros hermanos.
Pero, para ser sincero, debo decirte que no era un asno, sino en realidad se trataba de una borrica que tenía el abuelo para este servicio especial de nixtamalero; pues bien recuerdo que cuando apretaba el hambre en aquellos páramos agrestes, solíamos extraer furtivamente la leche para hacer puchero de tortillas duras con azúcar; aunque con aquella leche especial, este glúcido no se usaba tanto, porque el lacticinio de las burras es más dulce que el común y corriente de las vacas.
Era una alegre y garbosa jumenta rucia, aunque nada anormal, sino del común y corriente de la raza borriqueña.
—¿Que si el abuelo la trajo de la Rusia comunista, y si ésta era algo fenomenal?
—No. Rucia significa: burra blanquecina y entrecana, y era de la común raza asnal.
Pero como era el único animal que poseía el abuelo en su estala, la cuidaba mucho y la tenía muy bien alimentada y cepillada. ¡Ah!, una vez, y por corto tiempo, tuvo un macho pequeño; y, como no hacía pareja con la borrica en el arado, por ser el mulo haragano y desganado, entonces lo vendió al primer comprador que pasó por el camino; este célebre marchante, era por cierto, un hombre corpulento y sobreado de barriga, que mucho nos admiraba pudiera con él el camión. Pero, además, el abuelo vendió el animal porque comía mucho el caballejo matalón, y por esos tiempos la pollina engendró un roznillo respingón que engrandeció la familia. Y porque el abuelo era muy pobre no podía mantener una barriada de animales que desfondaran sus tímidos y escasos reales.
De esta forma, eran tan sólo estos dos ruchos guaranes los que centraban el cuidado pastoril del abuelo, y andaban siempre juntos, asna y borrico, madre e hijo en los campos y labores; excepto por las mañanas, porque a hora temprana el abuelo desempeñaba su profesión de nixtamalero; y como el pollino era muy curioso, quería olisquearlo todo, muchas veces se alejaba trotando y se quedaba rezagado, cuando no llorando (lanzando dolientes rebuznos) al encontrarse solo; por eso, normalmente se quedaba en casa, berreando, chalinado a un tronco de mezquite, mientras la asna madre cumplía su deber yendo al pueblo dócil delante del abuelo.
Tan sólo cuando llegaban a la ciudad, él tomaba las riendas, para guiarla por las calles adoquinadas y asfaltas disponibles y, claro, hacer el “stop” en los semáforos cuando estuviera el rojo, pues la borrica no usaba lentes ni distinguía colores. Todo para guardar el “statu quo” sin escándalo para los pobladores que también se movían desde tempranas horas, pues los agentes de tráfico, ni le pedían licencia de conducir al abuelo y tampoco revisaban las placas de la acémila.
El abuelo tenía ya varios años cumpliendo fielmente esta tarea de nixtamalero cuando nosotros despertamos a la conciencia de existir y fijarnos en las cosas que hacían las personas mayores que no les gustaba jugar como a nosotros los niños, pues esto para nosotros era también un deber. Por eso, los niños creíamos que los grandes era una raza distinta. Pensábamos en nuestra ingenuidad, que cada cual había nacido con un trabajo por cumplir y que en eso estaba su razón de ser. Por eso, los grandes hacían lo suyo, y los niños debíamos estar siempre aplicados a lo nuestro que era jugar sin cesar.
Cierto que también en aquel caserío había un día entre mil algún jolgorio, aunque esto era más bien raro. Pero ahí también se casaban los mozos con alguna pollita, casi siempre hurtada de otro corral; y claro, había fiesta. Y allá íbamos curiosos, argüenderos y sandungueros, luciendo nuestro mejor cotón, para conocer a la nueva conciudadana de aquellos aledaños, que de ahí en adelante dejaría sus vestido metropolitanos y vestiría de percal como las demás; también íbamos para echarnos un taco de mole y entrarle un rato a la jarana. Sí, también había baile con tocadiscos y unas enormes bocinas estridentes que se oirían varios kilómetros a la redonda; y, cuando era muy importante el desposorio, había familias que hasta llevaban un grupo musical con acordeones y redobas en boga por entonces.
En el bailoteo o zapateo meneado, pedíamos, como los grandes, la deferencia de bailar una pieza con una greñudilla chiquilla; y ella, viendo el talante del quídam en cuestión, concedía a veces la nota pamplinera, levantaba los hombros recusándose en señal de desagrado, o bien, se iba corriendo a buscar su plato de mole para seguir yantando aquella rara pitanza de las fiestas, que dejaba su señas en los labios pintados de los chiquillos ayunos de culturas remilgantes y de servilletas recamadas, y los patios y galleras despobladas de guajolotes garbeantes.
En algunas ocasiones, el abuelo tenía que ausentarse por las tardes para dirigirse al pueblo en busca de provisiones, o gozar de sus diversiones, con motivo a veces o sin él; la cuestión es que en esos aconteceres —como decía él— indefectiblemente éramos nosotros —los nietos mayorcitos— quienes desempeñábamos el oficio de nixtamaleros fortuitos; pero, mejor quedaría decir: era el burro el que lo hacía, pues para el nieto designado significaba solamente dar un paseo por el caserío enjaretado en ancas de la pollina que cumplía fiel su misión aprendida puntual y diligentemente.
En una de esas ocasiones me tocó el turno, cuando había cumplido ya los seis o siete años de edad; y como quise rehusar el nombramiento por no saber los lugares del recorrido, ni los domicilios de las personas a quienes se les hacía el servicio, el abuelo me advirtió, sin reprensiones, que el burro me llevaría, puesto que él sabía bien la caminata y, además, las personas colgarían en el fuste cada una su temazcal, en modo que casi el burro hacía completa la travesía laboral.
A regañadientes, pero curioso, pensando que el burro se volvería a los dos o tres pasos a su muladar, dejé que el abuelo me trepara con sus férreos y potentes brazos en los lomos de la asnilla, y allá fui, moviéndome bajo el trote disparejo del jumento que corría presuroso a cumplir su obligación habitual.
Claro que fue grande mi asombro, cuando al llegar al caserío más cercano, desde las primeras casas la asnilla se detuvo aplicada, y en cuanto se le colgó una saca, volvió a tomar su trote normal sin resaca. Las personas todas, que ya sabían el ritual, en modo también acostumbrado sólo se limitaban a preguntar —¿Hoy no vino don Juan?
Paso a paso seguía la jumenta su derrotero, en modo que el asombro primero se quedaba atrás, para gozar del espectáculo que podíamos vislumbrar por delante, hacia los lados y atrás. Justamente, cuando nos tocaba a cada quien nuestro turno de hacer este admirable recorrido íbamos muy cómodos en lo alto del fuste, como reyes asentados en un trono, jugueteando con la resortera en la mano y apuntando a todo lo que a nuestro criterio no se ajuste: como a los pajarillos silvestres que corrían en busca de sus nidos antes de que la penumbra los sorprendiera en los campos; las ardillas y los conejos que a pesar de lo avanzado del día todavía no llevaban almuerzo a sus vástagos. O simplemente practicando la puntería sobre postes o las casuales botellas vacías de cerveza, a la que a veces atinábamos y hacíamos trizas o dejábamos intactas y nos hacía mover tristes la cabeza.
En una de esas rutinas de ocasión, que sucedían con discreta reiteración en las tardes placenteras, pues el abuelo era en sus tareas muy cumplido, iba yo feliz en mi jumenta de paso firme y tenaz, cuando de pronto un descuido me dejó por el suelo tendido. No sé si fue un mal paso de la asnilla o una culebra taimada se le atravesó para provocar, pero de pronto dio un traspié e hizo un movimiento brusco que a los suelos me lanzó sin avisar. Ahí comprobé aquello que tantas veces había oído y lo que nunca imaginé pasar por ensayo: que duele más la caída de un rechoncho borrico que la de un espigado caballo.
No sé como caí, ni el modo ni en qué me enredé entre el zacate, pero del susto y la temblorina no supe a qué horas la burra se fue arrastrando su mecate. Sin duda la asusté por el grito que lancé, pues tan despabilada estuvo la jumenta que ganó el trote desbocada, yéndose: ¡sépalo Usté!
Quedé un poco lastimado, sintiendo algunos ardores, pero bien muerto de risa por el percance inusitado, y enseguida al burro un tanto preocupado busqué por los alrededores. Curiosamente nadie lo había visto por el camino solitario cruzar, y entonces ya más angustiado, no acertaba de cierto si a la casa retornar a dar parte de aquel impensado acontecimiento. Porque en medio de la zozobra, empecé a sospechar, que el espantado pollino bien se pudo a su corral reintegrar. Y como para entonces la noche se vino encima sin anunciarse, emprender de nuevo el recorrido para juntar los nixtamales era cosa para pensarse.
Además, me aguijoneaba el tormento al pensar lo que sería, si el abuelo se enteraba de que no cumplí esa vez el favor de llevar el cargamento: ¡qué soba me esperaría!, no de él, que era benévolo e indulgente, sino de papá, que de igual forma me tacharía de incumplido y desobediente.
Atravesado por un nudo de angustia en la garganta, dejé pasar todavía unos instantes, y cuando el sol se había puesto, llegué cojeando a la casa, para atraer compasión de todos los circunstantes, pensando decir que la blanca palomita me había tirado inclemente, y hasta entonces me había alzado del suelo, doliente, sin daño, y así librarme del regaño. Pero fue grande mi admiración, cuando vislumbré el corral, y vi que el abuelo tranquilo estaba bajando la carga, una a una todas las cubetas que había traído el servicial animal.
Sí, por eso más me endeudé para cantar la fama y el crédito de la inteligencia irracional, pues resulta que la asnilla había hecho sola todo el recorrido, sin importarle mi real ausencia; y, además, se fue como cohete, yendo a recoger los macutos del nixtamal a cada una de las casas, sin necesidad del jinete.
Y, habiendo visto y entendido todo lo sucedido, claro que caminé derechito, olvidándome de la caída y sus porrazos, diciéndole al abuelo que me había bajado apenas hacía un ratito, y que por una necesidad fortuita se me adelantó el animal unos pasos delante de mi vista.
Él nada dijo esa vez, creyendo fehaciente mi motivo, pero cuando un día después fue a cumplir su cometido, algunas de las viejas chismosas que no faltan, le preguntaron cómo le hacía para tener una asnilla así tan bien educada, pues el día anterior lo habían comprobado, ya que pasó la burrita sola sin montador, recogiendo cubetas y mantas al por mayor; y observaron cómo apenas le echaban las sacas, se iba a trotando feliz hacia las demás casas, sin que fuera nadie con ella en ancas.
Y, no hubo más remedio que descubrir el incidente que quise callar por mi distracción, llevándose una vez más la prez y la palma, con toda propiedad y admiración este estrato del partido irracional, que es deuda narrar y pregonar tan grande y merecida elevada fama.
De este modo pongo los puntos finales a las gestas de esta iletrada borrica sorprendente, que mientras vivió cosechó varios laureles, con honestidad cabal y legítima autoridad del completo conglomerado de gente, que la pregonaba toda una celebridad.
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