Y seguía ella tendida allí.
"No juegues con navajas. Te vas a cortar". Suena tonto, pero es cierto. Quizás, demasiado cierto. Sobre todo ahora.
- Diego, esto no está funcionando...
- Pero qué onda po, osea, que te pasa ahora
- Mmmm, no eres tú...ahora soy yo...
- Así que es verdad que...
- Sí...
Esto era el colmo. el Nacho, mi mejor amigo...No podía ser, el no era capaz de hacerlo. Pero lo hizo. Como me iba a dar cuenta. El era mi amigo. Ella...
Me atormentaba el puro hecho de pensar que ahora podían ser felices los dos. Pero me alivia el que quizás no se vuelvan a ver. Pero yo tampoco la veré más. No importa. Al menos él no será feliz.
El filo corta. ¿sabías?

Los encontré juntos en la sala. Digamos que era un lugar bastante raro, poco romántico, extraño tomando en cuenta cómo era el Nacho...pero qué podía saber yo. En realidad no lo conocía.
En fin, allí estaban los dos. Y antes de darme cuenta, mi gran amigo daba su último suspiro ante mí, bañado en la misma sangre que ensuciaba mis manos, mis ropas.
Mientras tanto, ella seguía tendida allí.

¿Qué fueron esos gritos?
Me escondo para ver sus caras de espanto, cómo ese pendejo tranquilo...a lo mejor estaban soñando. Y yo también. ¿Cómo saberlo?
Pero no. Estaba despierto frente a la cruda realidad. Por eso quise morir y no saber más de nada.

La conocía hace bastante tiempo. La relación siempre fue una amistad común y corriente, solamente quebrada por las miradas furtivas y algo más.
La verdad es que más de alguien sospechaba. Tu amigo te tiene ganas.
Los hechos se sucedieron, lo que pasó pasó y listo. A pesar de todo eso, la estabilidad de aquel ¿pololeo? se basó en la inestabilidad. Nunca faltaron los jotes y otros, más de algún rumor, hasta que aquel frágil castillo colapsó. Pero la caída no fue mía.

Y corrieron a pedir ayuda, desesperados.

Y terminamos, y empezó algo nuevo, y los encontré en la sala.

- Pásame la cartonera por favor, necesito hacer un trabajo. Te la devuelvo...después.

Y veo cómo llega más gente, más gritos. Es que ahora ya había terminado.
Él, en la esquina, bañado en la misma sangre que ensuciaba mis manos y mis ropas. El suelo.
Ella seguía tendida allí.
Y a su lado, yacía yo.