-Uno… dos… tres.
-Unooo… dooossss… treeeeeeesss.
-Un… o ¡Hick!... Do… os… y… ¡Hick!... Tre… eees.
Por más que contaba una y otra vez, Adolfo Gutiérrez no encontraba los dos dedos que le faltaban a su mano derecha. Era botella y media de tequila sobre la barra del Viejos Recuerdos, una taberna con mala pinta y bastante pobretona. Pero desde que tuvo el accidente, Adolfo Gutiérrez pasaba todas sus noches en la misma esquina, siempre con tequilazos sobrevolando su cabeza y contando con la típica torpeza de los que se pasan de tragos.
Adolfo Gutiérrez hacía los mejores retratos del pueblo. Tan grande era su fama, que de los cantones aledaños llegaban buscando sus servicios. Como lo hacía por gusto, era muy poco lo que cobraba. Para la gente era un gran ahorro, ya que uno de sus retratos salía más barato que copiar una fotografía. Pero la noche del 13 de agosto de seis meses atrás, un ladronzuelo que no alcanzaba los quince años le quiso quitar la billetera.
Como cada viernes, Adolfo Gutiérrez veía doble y hablaba con la lengua adormecida, luego de su correspondiente botella y media de tequila. Así que optó por contarle chistes al manilargo y a éste, también preso por los nervios, se le escapó un tiro del revólver que había ganado en un juego de póquer en el Correccional del Gobierno Municipal. Por el susto y la borrachera, Adolfo Gutiérrez cayó al suelo y el chico huyó a la carrera. Tenía aptitudes olímpicas a la hora del escape.
Agradeció al cielo, poco visible por los tendederos repletos de ropa, seguir con algo de vida. Se revisó y se vio sano. Como pudo, regresó al Viejos Recuerdos y ante las caras de asombro, lástima, preocupación y alarma, se miró en el espejo del baño de damas. Se le pasó la borrachera al ver su camisa llena de sangre. Y al notar, luego de semejante descubrimiento, que no sentía su mano derecha. Al despejar un poco la sangre, contó…
-Uno… dos… tres.
El mejor dibujante del pueblo había perdido dos de sus mejores amigos, el dedo anular y el del medio. Así que desde esa noche no paraba de contar hasta tres, esperanzado que algún día aparecerían el cuatro y el cinco. Todo en vano, sólo se topaba con las borracheras que eran de los viernes y que ahora tenían horario completo. Ya no dibujaba, sólo contaba hasta tres.
A partir de allí y gracias a los dos dedos perdidos de Adolfo Gutiérrez, la tienda de revelado fotográfico volvió a abrir sus puertas. El alcalde pidió recompensa por el agresor. Los vecinos guardaron los dedos desprendidos en un frasco con formol y los escondieron de su dueño, para evitarse eso de la nostalgia cuando se pierde a un ser querido. El gordo Felipe, dueño de Viejos Recuerdos, nombró a Adolfo Gutiérrez visitante ilustre de la taberna y mejor cliente del año. Los de la televisora local entrevistaron al accidentado y le dedicaron toda una hora de programación. En la escuela pública lo declararon orgullo provincial, por su fama como dibujante. Pero, sin embargo, Adolfo Gutiérrez seguía contando.
-Uno… dos… tres.
-Unooo… dooossss… treeeeeeesss.
-Un… o ¡Hick!... Do… os… y… ¡Hick!... Tre… eees.
-Unnnnn… oooo… dooooo… oooos… ¡Hick! Treeeee… esssss… ¿Cuaa… atro? ¿Cuatro? ¿CUATRO?... ¡Cuatroooooooo!... Ah, no. Perdón, ja. Esa era mi otra mano… ¡Hick!...
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