“Padre, no ha nacido el primer hombre que me diga que no”, dijo Ana con tono imperialista mientras cerraba la cremallera de sus botas negras. Absorto y derrotado, aún entre el confesionario, borré mis lágrimas con lo que me quedó de sotana, recuperé el crucifijo de madera y llegué hasta tus pies. Desde entonces espero, Señor, de rodillas, mi penitencia…