LA CORDURA DEL MENCEY LOCO
Desde los acantilados de Anaga el mar era un tablero en el que las embarcaciones, como fichas dispuestas para una partida de ajedrez, reposaban en la única rada que existía. En las alturas acechaba Beneharo, monarca de Anaga, retirado a las montañas desde la victoria de la Orotava.
Los ejércitos del Adelantado Fernández de Lugo avanzaban sin piedad pasando por las armas a cuanto guanche se pusiera por medio. El mencey no lograba alentar a sus diezmadas tropas con arengas que exaltaran victorias anteriores como la ya mítica derrota de los españoles en la Matanza de Acentejo.
-¡ Guayota, Achamán! Por los huesos del Gran Tinerfe, juro llevar a los guanches a la victoria.
Y levantó la añepa, el cetro de los menceyes. Ya los cánticos eran tenues y los ruegos a los dioses eran una ceremonia carente de sentido y repetida en los últimos tiempos con excesiva asiduidad.
Terminada la petición, se acercó a la entrada de la caverna y con sus propias manos cavó un hoyo en un lugar preestablecido. Y desenterrando con sus uñas, extrajo de la tierra un recipiente de barro. Se puso en pie y ante los famélicos rostros de los escasos guerreros que quedaban vivos dijo:
- Es hora de luchar.
Y seguidamente lanzó contra el suelo el gánigo y la paz se partió por siempre en mil pedazos. Y mientras contemplaba los restos de la vasija, recordaba con ilusión la mítica Liga de Taoro en la que los menceyes de la isla se pusieron de acuerdo para derrotar al invasor que provenía de más allá del horizonte. Mejor pertrechados y armados que los guerreros guanches sin embargo, la victoria les fue esquiva. Los reyes españoles tuvieron finalmente que enviar a Fernández de Lugo, después de que la invasión se prolongase más allá de los esperado, conquistado ya el reino de Granada y descubierta América. Atrás quedaban las victoria en la Orotava y la conquista de la isla de la Palma en 1493. Tanausú no había claudicado, pero en una maniobra no exenta de crueldad y mentiras, fue detenido y enviado a España para jurar lealtad a la corona ante los Reyes Católicos, pero el rey benaoharita prefirió el suicidio a la entrega y cuando se divisaban las costas de España, fallecía de inanición.
Beneharo ignoraba el cruel fin que había deparado al rey palmero y sin embargo estaba dispuesto a luchar hasta el final para conservar un pedazo de tierra rodeada de acantilados pero con fértiles pastos para los rebaños de la tribu.
Ansiaba la paz pero, paradójicamente, plantó batalla al ejercito del español con armas de madera y piedras contra arcabuces y espadas de metal. Una nueva masacre se gestó en Aguere y los escasos efectivos guanches, cercados entre peñas por el enemigo, se arrojaron al vacío ante la impávida mirada de los españoles, incapaces de entender que para los guanches la rendición era poco menos que una segura esclavitud. Salvado por los accidentes geográficos pudo huir el rey de la refriega, corriendo de risco en risco, de peña en peña, gritando a sus dioses - Achamán, Dios de la creación, y Guayota, Dios de los infiernos - y repitiendo sus nombres al unísono que el eco reiteraba las palabras para acabar enviando su cuerpo a las frías aguas del Atlántico, océano que jamás logró navegar y que acogió sus restos con una leve flotación. Fue bautizado con el nombre de rey loco porque su voz todavía se repite de piedra en piedra y de roque en roque clamando justicia a los dioses.
Poco después de aquella derrota, que fue victoria para las tropas del Adelantado, mandó éste construir la ciudad de la Laguna que sería durante años la capital de la isla de Tenerife.
Transcurrido el tiempo, entre los nativos se contaba la historia de Beneharo, el rey loco, que tras ver arrojarse al vacío a los suyos siguió corriendo aclamando a sus dioses y que jamás pudo ser vencido por las tropas españolas. Por su parte, Fernández de Lugo completó la conquista y pudo presentarse ante los Reyes Católicos como el hombre que anexionó a la Corona castellana las islas de Tenerife y La Palma.
Los acantilados de Anaga permanecen todavía casi vírgenes, las carreteras no ahondan en sus entrañas de laurisilva, las playas son bravas y el aire sopla enloquecido lanzando mil veces el nombre de Beneharo y recordando al extranjero la derrota de Aguere. Desde los riscos de Anaga, los roques mar adentro y el mar nos sugieren la misma vista que debió de contemplar el mencey antes de morir, kilómetros de agua y, a lo lejos, la silueta de la isla de Gran Canaria.
FIN
Luis Vea García,2002 ©
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