De pronto, en la ciudad, le tienen miedo a escribir.
Me quedan 19 días de vida, tal vez 18, y las palabras son una pesadilla; me aterra el hecho de tener que hablar lo que no quiero decir, y me petrifica que digan lo que no me quieren decir.
Bajo un árbol, y en ingles, un escrito. Lo tomé, lo llevé a casa y lo leí; me tomó 19 semanas leerlo, tal vez 18. Al año, intenté devolverlo, pero no pude, habían muchas raíces.
Soy un maldito mudo que no quiere ver, porque tampoco se deja mirar. Ciego es quien lee sin miedos, y escribe como si ese derecho fuese gratuito-personal. Ah de ser mentira, y si me demuestras que acaso no son las palabras las que te eligen a ti, pues te regalo un pasaje a la conchadesumadre porque otra vez me estarías mintiendo; y no sólo a mi, ni a ti, ni a nadie, sino que ellas te usaron para decir tamaña estupidez.
Le tengo miedo a escribir, a conjugar.
Planeo morir (no le cuenten a nadie, que los pueden mal interpretar).
Hoy, bajo el sofá, polvo, y en francés, yace el escrito; si me levanto de mi silla, reviso, y no está, apremiaré el día de mi muerte.
Me quedan 19 horas de vida, tal vez 18.
Me levanté de la silla, caminé cinco pasos a la izquierda, subí dos, y bajé otros dos. Puse las rodillas en el suelo, la derecha cayó primero. Me agaché con la velocidad con la que leíste “velocidad”. Levanté la falda del sofá. Cerré un ojo, y descubrí que el árbol se había quedado sin ra.
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