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INSOMNIO (cuento en siete pasos)

UNO
Tenía la frente arrugada por la preocupación. No miraba hacia alguna parte en especial, era como si estuviera mirando más allá de la ventana, más allá de la calle, de la ciudad y del mundo. Sabía que en cualquier momento aparecerían, los esperaba con una mezcla de miedo y ansiedad.
Golpearon la puerta y no se movió, algo le impedía hacerlo. Estaba como petrificado en la silla. Golpearon nuevamente y un resorte lo hizo saltar. Abrió y allí estaba el muchacho, la mirada cándida y clara, con la tranquilidad de quien desconoce todo.
- Buenas, don. Le traje la pizza que pidió... eh, don, la pizza. Son tres pesos.
Lo miró, lo volvió a mirar pero no entendió lo que le decía.
- Ah, disculpe, don... seguro me equivoqué de dirección... disculpe, eh.
- No... no... está bien. Sí, dejá la pizza. Tres pesos. Sí. – Hurgó en los bolsillos y sacó un billete de dos pesos arrugado y dos monedas de cincuenta. Le entregó el dinero y cerró la puerta en las narices del repartidor.
“Gracias a Dios, no eran ellos”, pensó. Puso la pizza sobre la mesa y volvió a la silla. Suspiró aliviado durante un instante, pero al siguiente volvió a su rostro la preocupación, la ansiedad y el miedo.
El reloj de la pared anunció las diez de la noche con una musiquita tonta y lo sobresaltó como si toda una orquesta sonara.
“La diez, pensó, ya deberían estar aquí”. Hacía horas que estaba allí sentado en esa silla, junto a esa ventana, esperando. Esperando. Esperando. Desesperando.
Escuchó atentamente, y no oyó ningún otro sonido. Sólo su respiración agitada y el tictac del reloj. Ni siquiera el murmullo de la calle, que a veces lo volvía loco con sus ruidos. Nada. Solamente su respiración y el reloj.
Movió un poco las piernas que tenía acalambradas por estar tanto tiempo inmóvil. Se llevó la mano a la nuca y la frotó para desentumecer el cuello. Lentamente se puso de pie. Tenía un poco de hambre. Y sed, mucha sed. En la heladera hay té helado con limón, pensó. Sacó el té y lo vertió en un vaso. Lo tomó con fruición. Tenía sed. Miró la pizza y se dio cuenta que hacía casi dos días que no probaba bocado. Estaba fría pero se dejaba comer. Comió varias porciones y volvió a beber té. Se sintió mejor.
“Tal vez no vengan. Tal vez hoy no sea el día. Me habré equivocado.”
Sonrió. Se le distendió el rostro y desaparecieron las arrugas de la frente.
“Sí, seguramente no vendrán. No podrán llegar. Todo este temor ha sido en vano. Ellos no vendrán.”
Tenía sueño, los párpados le pesaban. Deseaba ir a su cama y dormir. Comenzó a caminar despacio hacia el dormitorio. Debía dormir un poco.
La cama estaba tendida como la había dejado la mañana en que le anunciaron la visita. La ventana del dormitorio dejaba entrar la brisa fresca de la noche. Junto a la cama, sobre la mesita, junto al velador, el despertador marcaba las once y cinco. Lo miró y pensó “demasiado tarde, ya no vendrán”.
Se recostó sobre la cama sin sacar el acolchado. Apoyó lentamente la cabeza sobre la almohada. Cerró los ojos. No quiso apagar las luces aunque le molestaban bastante. No podría soportar la casa a oscuras. Aunque no quería todavía pensaba en ellos.
Lo invadió un sopor y su cuerpo se distendió, se aflojaron los músculos, tensos hasta hacía un rato. Comenzó a dormirse, invadido por una dulce tranquilidad.

DOS
Llegaron mientras dormía, por eso no los oyó. Uno se instaló en la silla, frente a la ventana. Otro se acomodó tranquilamente dentro del placard, entre los trajes y las camisas blancas y celestes. Un tercero se metió en el baño y se sentó acuclillado dentro de la bañera. En la cocina, había dos más, uno junto a la heladera y otro apoyado en la alacena.
No hicieron ruido alguno. Se deslizaron cada cual a su lugar esquivando los muebles en el más profundo silencio.
El reloj dejó de funcionar y las luces, hasta ese momento encendidas, se apagaron. La oscuridad era total igual que el silencio. Entonces, despertó.
Trató de distinguir algo en la habitación a oscuras, pero no lo consiguió. Un sudor frío comenzó a escurrirse por su cuerpo y no pudo mover un músculo, quedó paralizado por el terror que de pronto invadió cada una de sus células. Apenas logró pensar “llegaron, están aquí”.
No se percató del tiempo que pasó en ese estado: tal vez un minuto, tal vez una hora... o más.
Luego comenzaron los ruidos: crujidos como de nueces rompiéndose. Cada vez más y más. Primero discontinuos, después tan seguidos hasta convertirse en un solo estruendo sin pausa.
No quería oír, pero no era posible evitarlo. Los crujidos aumentaban en intensidad y parecían taladrar las paredes, los muebles, hasta su propia cabeza.
En un esfuerzo colosal logró tender su mano hasta la mesa de luz y a tientas encontró la linterna. La encendió, la mano le temblaba y la transpiración hacía que la linterna resbalara. Secó el sudor con la colcha y apretó con firmeza. Tratando de contener el temor dirigió el haz de luz hacia su derecha. Allí lo descubrió. Entre su ropa, en el placard, algo brilló. Un pequeño destello delató la presencia. Era un ojo que lo miraba fijamente.
Apagó la linterna porque en ese instante todas las luces de la casa se encendieron. Entonces lo vio con claridad. No solamente lo vio. También lo oyó.

TRES
Iba todos los viernes a la cárcel. Hasta que conseguí el cuaderno. ¿Te acordás?
En el cuaderno el Preso había anotado minuciosamente los detalles de su crimen.
Hasta había dibujado el cuchillo. Un cuchillo de cocina, grande, de esos con los que mi vieja cortaba las cebollas. Con ese mismo cuchillo había matado varias gallinas y había picado ajos. Con ese mismo cuchillo mató a la suegra y a la mujer.
El Preso había llenado las noventa y ocho páginas con letra apretada, infantil. Prolijamente derramó en el cuaderno escolar todo el dolor, el odio, la vergüenza, el miedo y, finalmente, el tremendo alivio de pagar la deuda.
Yo tenía que escribir. Tenía que conseguir el tema, la inspiración. Noches y noches en vela porque no conseguía escribir una frase, una palabra que abriera el grifo y permitiera que mis dedos en la lettera llenaran el blanco paranoico del papel. Pero nada, che. Nada. Leí el cuaderno, una, diez, veinte veces. Miré los dibujos de Preso hasta soñar con ellos. Copié sistemáticamente cada palabra sin alterar la deficiente redacción escolar ni la ortografía desastrosa del Preso. Hasta busqué lápices e imité sus dibujos. Y nada, ni una triste palabra mía que diera principio a mi novela.
Eran años difíciles aquéllos. No recuerdo si era el ’72 o ’73. A veces me vienen miguitas de recuerdos. Los muchachos de Socio y los de Derecho alternaban las aulas con las reuniones políticas en algún departamentito de dos ambientes en alguna de las calles cercanas a las facultades. Pero yo no podía. Tenía que escribir. Comía algunos salamines y tomaba vino, eso sí. Porque creía que en esa especie de somnolencia que produce el vino podría encontrar la musa Hijadeputa y tener un poco de alivio, poder vomitar todo lo que no podía sacar estando sobrio. Y tampoco, che. Qué mierda. Ni una palabra.
Creo que casi a fin del ’72 mi viejo me cortó los víveres. “Volvé y trabajá conmigo en el estudio”, me dijo. No. No podía hacerlo, tenía que escribir.
También fue por ese tiempo que las cosas comenzaron a ponerse más feas con los chicos. El Cordobés estaba militando con un grupo de izquierda que se había formado en Filosofía. Aunque él no sabía mucho de política, pero le gustaban las reuniones hasta la madrugada. Y más cuando conoció a la Tati. En realidad lo que le gustaba era la Tati.
La traía al departamento dos o tres veces por semana y yo me tenía que quedar en la cocina o irme al barcito de la esquina. Le tomé bronca, che.
Eduardo no aparecía nunca. Cuando estaba se encerraba en el baño y tenías que tirarle la puerta abajo para que saliera, porque si no tenías que mearte encima. Una vez no volvió más. Después me enteré que se había ido a Tucumán o que se había muerto, o algo así. Lo extrañé bastante, sobre todo cuando veía la puerta del baño abierta sin llave sin nadie encerrado sentado en el inodoro leyendo a Trostki.
Por fin le hice caso al viejo y me fui a trabajar en su estudio de abogado. Conocí a Martita, me casé y me fui a vivir al departamento que me regaló el viejo, ahí nomás, cerquita del otro. Así nomás, che. Todo rápido y prolijito. Después me maté. Salí al balcón con el cuaderno y la lettera, me trepé a la baranda y volé. En el aire encontré a la musa Hijadeputa. Pero era tarde.

CUATRO
Cuando por fin cesó el monólogo que venía desde el placard, trató de distinguir la fisonomía del que había hablado. Dirigió el haz de la linterna hacia donde provenía la voz. Estaba seguro que tenía que ser él. Sí, no podía ser otro... La historia coincidía con lo que guardaba con tanto celo en su memoria. El preso. El cuaderno. El cuchillo. Todo coincidía. No tenía dudas: tenía que ser Mauricio.
Mauricio. Tantas veces lo había visto ensimismado con los ojos fijos en ese mamotreto amarillento y ajado, como un criptógrafo tratando de descifrar el secreto de un mensaje sibilino. Mauricio en incontables viajes a la prisión intentando penetrar en la mente de un tipo que había matado, de un pobre hombre como hay tantos que no pudo contener su impulso asesino y mató a dos mujeres. Mauricio arrojándose desde un balcón aferrado a sus fetiches.
Cuando logró enfocar la linterna apenas fue un resplandor, una furtiva visión y luego la oscuridad. La luz se fue así, de golpe.
Sólo un instante, una milésima de segundo, le alcanzó para ver. Y lo que vio lo golpeó, lo aplastó sin misericordia... No era Mauricio. Era él. Su propio rostro. Inconfundible. El rostro que le devolvía día tras día el espejo.
¡NO! Quiso gritar y no lo logró. Abrió su boca, intentó el grito pero, nada.
La oscuridad fue entonces más profunda. Tuvo la impresión de encontrarse dentro de una tumba. Silencio y oscuridad. Nada más. Nada. Sólo su cerebro trabajando incesantemente, recordando, pretendiendo explicarse lo que había visto y oído ahora que ya no podía ver ni oír.
Probó moverse, consiguió que su brazo izquierdo con un esfuerzo fenomenal se moviera. Abrió la mano y movió un poco los dedos como tocando un piano, como escribiendo en una máquina...
Algo tocó, algo frío y metálico. No, no era la linterna que seguía aferrando con la mano derecha. Era... siguió tanteando el objeto. Lo acarició casi con la punta de los dedos. Probó después asirlo. Descubrió de pronto la identidad de lo que sujetaba: un cuchillo. ¿Cómo había llegado allí? Quizás lo había olvidado al comer la pizza. ¿Pizza con cuchillo? Imposible.
La oscuridad no le permitía sino saber que estaba allí con una linterna en una mano y un cuchillo en la otra. Sólo eso. Ciego por completo.
Entonces el ruido, algo así como un gorgoteo, como un líquido fluyendo, como un espumarajo. El sonido le recordaba algo, podría ser cuando, siendo niño, hacía burbujitas con la bombilla en el mate cocido. O la cañería del baño. No, no era eso. Ese murmullo le recordaba algo más. Su mente lo asoció a algo turbio, sanguinolento. ¡Sangre! ¡Era sangre chorreando y escurriéndose desde algún lugar de la casa! ¿De la casa? ¿Estaba realmente en su casa? Nada podía certificárselo, la tiniebla se lo impedía. Estaba a ciegas en medio de... no-sé-dónde.

CINCO
-Marujita, ¿querés un huevito de gallo?
-Marujita, ¿jugamos a las escondidas? Daaaleee...
-Marujita. Juan, Perico y Andrés tiraron tres bolas de mierda al cielo a la vez. El primero que habla se las come...
-Marujita...
-Marujita... Si los reyes son los padres, entonces los padres: ¿quiénes son?..
Marujita no contesta. Marujita no oye.
El Chino sigue con su juego. Juega a jugar con Marujita.
Marujita no juega. Marujita no contesta. Marujita no oye.
Salta la soga. Rayuela. Juegos de chicos.
El Chino juega a jugar con Marujita.
La estación ya no tiene el alambrado cubierto de “huevitos de gallo”. Ni siquiera pasan los trenes. Hace rato que el ramal fue desactivado. Hace rato que el Chino no es un chico. Y hace rato que Marujita no juega. No oye. No contesta.
La oscuridad le hacía perder el sentido del tiempo. Pero no del tiempo inmediato, sino del tiempo que se mide en años. ¿De dónde venían esos susurros?
Venían de años y años y años y años. Atrás.
Y la sangre que continuaba haciendo gorgoritos. Y el cuchillo aferrado o el cuchillo que lo aferraba... y la sangre que podía olerse.
¿Alguna vez olieron la sangre? Tiene algo metálico, oxidado en su aroma. Casi igual a la del cuchillo. El olor del hierro.
Marujita la brujita con el Chino gran cochino...
Las vías de la estación cubierta de yuyales guardaron el secreto. Las vías también olían a hierro. Claro si de eso están hechas. Olían a sangre.
Desde el baño. Si! Desde el baño venían el gorgoteo, los susurros y el olor.
Tenían que estar allí.
-¡Chino, Chino, no la mates! –se oyó gritar. Le dolió la garganta, tal el alarido...
El Chino tan cochino y Marujita tan brujita. Marujita no contesta. Marujita no oye. Marujita no juega. Marujita se murió y el Chino la mató...

SEIS
Cesaron las voces que se habían confundido con la obstinada insistencia del rumor que venía del baño. Luego finalizó el ruido y comenzó a reinar el silencio en la habitación y en toda la casa.
Silencio... silencio... silencio... rogaba a Dios –ese dios que los ateos descubren cuando necesitan desesperadamente aferrarse a algo para no morir o enloquecer..-, rogaba que le ayudara a despertar de la pesadilla insomne que estaba transitando.
Y así, como un trueno anunciando la proximidad del temporal, así empezaron nuevamente las voces. ¿De la cocina? Sí, de la cocina provenían... murmullo de risas... risas? Alguien reía en la cocina.
Olor a pan tostado que le recordaba las mañanas de adolescente cuando se preparaba para salir y su madre le hacía el café con leche y tostadas con mermelada de naranjas. Olía a eso...
Una curiosa tranquilidad fue arropándolo hasta hacerlo sentir casi bien. Los músculos se relajaron y se sintió complacido de sentirse así. Sosegado... sorprendentemente satisfecho.
No importaba quiénes se reían y conversaban en la cocina. Él era feliz escuchándolos.
El arrobamiento no duró mucho. Las risas fueron aumentando su cacofonía hasta transformarse en estridentes chillidos abismales.
Quiso saber qué aberraciones humanas o subhumanas proferían tan espeluznantes alaridos e intentó tener discernimiento para desenterrar recuerdos que les dieran identidad.
¡Eran ellos! Sí. Irrefutable, le llegó la respuesta: eran – o habían sido – Tatiana y el negro Juárez...
Pero él sabía perfectamente que era algo imposible porque los dos estaban muertos hacía años, cuando cayeron acribillados por las balas de los milicos en aquel zanjón asqueroso y maloliente. Él conocía muy bien las circunstancias de la muerte porque había estado allí, escondido muerto de miedo, oliendo su propia mierda que se le había deslizado por los pantalones como consecuencia del terror que sintió.
-¡No puedo hacer nada por ustedes! – gritó. Y nadie lo escuchó esta vez... ni en aquella ocasión, porque el ruido de la metralla había apagado sus palabras. Ahora era el macabro estertor que se derramaba por toda la casa lo que acallaba su voz.
Y era muy cierto: nada puede hacerse por quienes ya están muertos y ni siquiera lo intuyen.
Lloró desconsoladamente como jamás lo había hecho antes. Y llorando todavía les rogó que lo dejaran, que se fueran, que le permitieran dormir. Dormir o morir, lo mismo daba.
Extrañamente su súplica fue concedida. Todo se calmó. Se silenciaron las risas, los murmullos se acallaron, los recuerdos volvieron a ser recuerdos...

SIETE
-Ya está –se dijo –Todo terminó... Se fueron...
Trató de encender la linterna. La golpeó un poco y apretó repetidamente el botón. Tiquitiquitiqui. Por fin se hizo la luz y le pareció que era una claridad insólita la que emitía el pequeño artefacto.
Temblaba y transpiraba a la vez. El desconcierto fue total. No podía explicar lo que le había sucedido. Miró a su alrededor.
Ni rastros del cuchillo. Ni rastros de los visitantes. Nada.
Alguien golpeó la puerta.
Apenas si podía moverse. Dejó la linterna sobre la mesa del comedor y, casi arrastrándose fue hasta la puerta.
Allí el temor lo detuvo. No se atrevía a abrir. ¿Quién podría ser?
“Dios mío. Otra vez... no puede estar pasándome a mí...”
“No pueden ser ellos... no regresarán por un tiempo... pero.... ¿y si...”
El insistente golpeteo en la puerta lo despabiló. “Ya voy”, intentó decir, pero la voz se le quedó en la garganta. Intentó nuevamente: “¿Quién es?”. Esta vez reconoció su propia voz y se alegró por ello. “¿Quién es?”, repitió con un poco más de seguridad y elevando el tono.
Escucharse a sí mismo le dio algo de coraje, entonces entreabrió la puerta.
- ¡¡¡Hola!!! ¡Qué tal, flaco! Pero, che, ¿qué te pasa que estás tan pálido? Jojojojoo! ¡Tati! Miralo al flaco está como cagada e´ fantasma!!!-
_ ¡Ey, flacuchi! ¿Qué te anda pasando, viejito? ¡Edu, querido, apurate con esos mamotretos! A ver, a ver... dejame pasar, flaqui... hacé un poco de lugar que ahí vienen Eduardo y Mauricio.... Eduardo se trajo un montón de libracos y papeles... no sé en qué andará... disimulá que ahí llega....-
_ Flaco querido... Uuuuyyy... no sabés el garrón que me comí! Ahora te cuento... pero, dejame poner esto en algún lado que pesa como un demonio...-
_Daaaaleee, Mauri!!! Che, acelerá el paso... entrá, entrá...-
_ ¿Cómo va eso, Flaco? Mmmm, qué caripela, viejito!... ¿Recién te levantás? ¿O estuviste dándole al frasco? ¿No te habrás tomado todo el vino, eh?-
El flaco era él, sin duda. Siempre había sido “el flaco”. Sospechaba que ni siquiera recordaban su nombre, tanto tiempo de ser solamente “el flaco”...
________________________FIN_______________________________________

Texto agregado el 04-09-2005, y leído por 1075 visitantes. (0 votos)


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