Hacía mucho tiempo que en mi pueblo las campanas no sonaban con alegría, siempre tocaban a muerto, apenas quedábamos jóvenes, no recordaba la última vez que anunciaron un nacimiento o una boda. Dentro del velatorio sonaban apagadas, lejanas, las plañideras lloraban, mi padre con mis tías recibían los pésames y mi abuela permanecía sentada sin interarse de nada, como si fuera una nena pequeña. A mi abuelo no lo reconocía en la caja de pino, aunque iba vestido con las mismas ropas que usaba a diario, la camisa blanca, el pantalón azul marino... Pero estaba diferente, las mangas siempre las llevaba remangadas por encima del codo dejando ver unos antebrazos fibrosos, curtidos del trabajo en el campo, el día del velatorio llevaba cinturón, a diario se sujetaba el pantalón con una cuerda, los zapatos siempre de esparto, el día de su entierro eran de charol, no parecía el mismo.
No me quería acercar demasiado, deseaba recordarlo con esa media sonrisa, con su mondadientes que le aparentaba ser hemiplégico cuando hablaba y un detalle que le marcaba, su mano izquierda, la mayor parte del día la llevaba metida en el bolsillo, ese día me fijé y vi que la tenía menos morena que la mano derecha. Una vez le pregunté que guardaba en el bolsillo, él jugaba con la mano dando vueltas a algo, siempre pensé que era algo valioso pero ese día, el que le pregunté, solo me dijo que cuando fuera mayor me lo enseñaría, que era muy pequeño para entender esas cosas.
No pude resistir la tentación de acercarme, parecía dormido y sus manos reposaban en el pecho, alargué mi mano hasta su bolsillo, la introduje, y cuando la saqué tenía en mi palma un puñado de tierra roja, arcillosa, no sabía que pensar ni decir hasta que mi padre se acercó, "él nunca se alejaba de su tierra... De nuestra tierra, de tu tierra ". |