Laureles rojos
En la terminal de ómnibus, despedía a mi amigo Ezequiel, quien me había hecho la visita anual y rutinaria de dos o tres días para fin de año; este encuentro, que él llama retiro, lleva ya una década sin interrupciones. Él, solo en Buenos Aires; yo, otro tanto por aquí. Nuestras reuniones transcurren sin sobresaltos ni zozobras económicas; son encuentros de serena amistad. Largas charlas al ritmo del café en el living vidriado, con la cordillera de fondo, el murmullo del viento sobre los ventanales y el cielo tachonado de estrellas.
Dieron el aviso de partida y, como era nuestra costumbre, nos dimos un fuerte apretón de manos. Las cuatro manos entrelazadas, que descubrían la diferencia de edad, y el afecto que se amontonaba en esas veinte uñas redondeadas. Subió al expreso, se sentó del lado de la ventanilla para echar un último adiós y apoyó la cabeza sobre el respaldo mullido. A mi lado, un hombre se despedía de dos jóvenes que viajaban en el asiento posterior al de mi amigo. Por un instante, vi mi cara vieja reflejada en la ventanilla. Al arrancar el colectivo, me retiré a un costado, para permitirle al hombre que se acercara a los muchachos, que trataban de tomar sus manos. No pudieron; el vehículo tomó la velocidad de la partida. Las manos del hombre quedaron flotando en la sombra de un reflector de la terminal, que no funcionaba. Se despidió diciendo:
—Adiós, Paula; adiós, Axel; mis queridos, adiós.
El hombre sacó un pañuelo y secó sus ojos. Yo había perdido de vista el micro y me había concentrado en el hombre alto. Una lágrima quedó encajada en una de las arrugas de la cara rojiza. Le dije:
—Los fines de año, estimado, tienen ese sabor...
Me miró, extrañado, pero me percaté de que estaba en los límites de una aguda tristeza y recibió mis palabras como una pregunta que era necesario contestar.
— ¿Podrá, usted, imaginar cuánto los amo?
—Sí— respondí, y ahí hubiera terminado el diálogo si yo no fuera un porfiado sensiblero. Pretendía seguir la charla y le dije:
—Señor, aquí en la esquina hay un café; lo invito.
—Acepto, pero pago yo.
Era un joven de cuarenta años, espigado, vestido sin estridencias, sin maquillajes ni aros. Estaba algo despeinado, pero esto se lo puede atribuir al calor de la despedida y a la brisa que corría por el exterior de la terminal. Lo vi parecido a mí, salvo por las arrugas profundas que rodean mis ojos pequeños, las canas y cierta renguera de la pierna derecha, que me pertenece por los setenta años que también me pertenecen.
Nos sentamos en el bar y, sin mayores vueltas, me presenté:
—Soy jubilado, soltero, vivo en una casita en la calle Dr. Moreno, y tengo una renta razonable, como para comprar algunos libros y tener un amigo filósofo; y cuento con el tiempo necesario como para discutir con una amiga sobre lo caro que está el vino. Ah, me llamo Calixto Cienfuentes.
Cuando llegaron los cafés, me dijo:
—Mi nombre es Ernesto Coppo. Tengo cuarenta y cuatro años, estoy separado hace dos meses y tengo dos hijos, uno de quince y el otro de dieciocho. Hasta hace un mes, estaba desocupado; ahora trabajo en la empresa de construcción de un conocido que me dio esta oportunidad, no sé si por mis capacidades o por cierta naturaleza benefactora que lo envuelve. Lo demás, no vale la pena; usted vio la despedida con mis hijos.
—Sí, pude observar ese instante de dolor de tres seres que se aman; me cuesta comprenderlo. Como le dije, soy soltero, sin ninguna complicación en esta materia. Nunca quise afrontar semejante compromiso. Usted dirá que soy cómodo y hasta un cobarde, y tendría razón de pensarlo; pero es así. Ahora, vamos a lo suyo: cuénteme sus cuitas, si le parece atinado.
—Llevábamos veinte años de casados. Se llama Carmen. Al principio, pasamos años duros, sobre todo en lo económico; por lo demás, yo diría que teníamos una vida razonable. Hace cinco años mejoré mi trabajo y, con el puesto de docente de ella, nuestra posición se consolidó: compramos la casa, el auto, y los chicos iban a buenos colegios. Teníamos expectativas, planes, proyectos ambiciosos. Sin embargo, no pude con mi genio, y, de esto hace cinco meses, me enganché con mi jefa. No me pregunte por qué; no lo sé, y lo peor es que no lo pude cortar enseguida. Las cosas se precipitaron y, en el desconcierto de sensaciones, no vi otra solución que informarle a mi mujer sobre la situación. Ella reaccionó mal. No escuchó nada. Fue a la empresa e hizo un escándalo. Así que mi jefa amante me echó del trabajo y mi mujer, de casa. Todo junto, de un sorbo y el mismo día.
Miré hacia un costado. En una puerta blanca había un pequeño dibujo de una persona que parecía bailar y que llevaba una máscara que ocultaba su rostro. Debajo, escrito con letras de imprenta, decía HOMBRE; la ese final estaba despintada. Luego de un silencio que consideré prudencial, giré la cabeza y le dije:
—Le verdad, Ernesto, que coraje no te faltó. No sé nada de tu mujer, pero parece que tiene principios; ahora, principios que no me parecen bien evaluados, ya que su dolor de mujer despechada debió contrapesarlo con el sufrimiento de los hijos. No sé en tu caso, pero que la metiste bien, la metiste hasta el fondo. Pero, bueno, no quiero continuar dándote consejos; sabés que soy un solterón, sin amores ni sufrimientos. Me dedico a observar los acontecimientos, hago análisis de la realidad, y veo que todo se repite, como el día y la noche, la paz y la guerra, el amor y el odio o esta charla de café.
—Calixto, te agradezco; me gustaría seguir hablando contigo en otra oportunidad. Me voy algo confortado, pero la espina está clavada; amo a mi mujer y a mis hijos. Estoy solo, muy solo.
Nos intercambiamos las direcciones, para vernos nuevamente. Camino a mi casa de la calle Moreno, pensaba en que el papel que siempre representaba frente a los desconocidos estaba llegando a la perfección. Mi verdadera historia, aquella que no podía actuar, seguía reservada para mí. Cuarenta años haciendo el mismo recorrido, mirando las mismas casas, las mismas calles, la misma reja negra que se abre, siempre el primero de la mañana. La tristeza de mi placer, amables prostitutas que me ayudan a intercambiar dolores, el vacío llenado con libros y charlas improductivas. La verdad, a Ernesto intentaré ayudarlo a arreglar su entuerto. Otro más en la lista. Pero mi historia —aquélla, querida Margot— es sólo nuestra; felicidad jurada para toda la vida y destruida en un instante por un automóvil y ese asesino adentro que te arrancó la vida. Cuarenta años solos, tu y yo, y los laureles rojos que cubren la tierra que te guarda.
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