Busco una esquina del centro de la ciudad, una interjección con movimiento, por la que pase mucha gente, de todo tipo. Ahora espero el momento indicado.
Debo elegirlo, buscarlo, las apariencias serán el criterio de la elección. Cualquiera que aparente un poco de inteligencia y no parezca completamente sumido en esta realidad rápida y fugaz puede ser el indicado.
El encuentro será muy simple, yo le diré: “Hola, necesito hablar contigo”. No esperaré a su respuesta, conozco la mueca que se dibujará en su cara. Antes de que diga algo, continuaré: “Tú no me conoces y yo tampoco a ti. Por eso quiero hablarte. No perderás mucho tiempo. Créeme, nunca más me volverás a ver, esta es una enorme ciudad…”. Luego, mis intensiones: “Solo quiero hablarte con toda sinceridad, quiero que me aconsejes. Ya no encuentro en mis cercanos la confianza que necesito para contar todo a alguien. Quiero contárselo a alguien desconocido, alguien que no sepa nada, absolutamente nada acerca de mí. Ese eres tú, te elegí porque me pareces inteligente.”
Son esos momentos en los que la incomprensión te llevan a pensar que en los desconocidos, con los que no necesitas compromiso alguno, puedes encontrar los puntos de vista o los consejos necesarios para luego retirarse, cada uno a sus actividades, solo que ahora enriquecido por la opinión de alguien al que no tendrás necesidad de rendir ningún tipo de cuentas.
Si no se es satisfecho por el primer encuentro, la operación puede ser reiterada cuantas veces sea necesaria para la tranquilidad del intrigado. |