El Dios demostraba su jerarquía en la cancha. Con la pelota entre sus pies privilegiados, se desdoblaba, escapaba a todos los conjuros y comenzaba a ejecutar sus hermosas filigranas bajo los gloriosos compases de Vivaldi, se engolosinaba más tarde envuelto en el remolino orgiástico de un vals de Strauss regurgitando sus vibrantes y acompasadas notas. El campo de juego se extendía oferente para que él deslumbrara a su público con la caja de sorpresas en que se atesoraban la improvisación y la genialidad y para que bajo su magistral batuta, sus compañeros corrieran a cobrar las dádivas de la victoria y entonces era Wagner quien aparecía en gloria y majestad y con sus sones majestuosos rubricaba otra jornada pletórica y tras noventa minutos de orgasmo futbolero, la hinchada abandonaba el estadio con el corazón henchido de gozo y con su alma agradecida por ese Dios que en el césped había desafiado a la geometría y a las leyes del equilibrio y con su magia incomparable plagada de vértigo y virtuosismo, les había manifestado que la perfección es posible de lograr y que la felicidad, esa misma que tanto se mezquina en la vida cotidiana, sí puede se aprehendida y estrujada hasta el hartazgo en los bancos arracimados de la galería.
Fuera del campo de juego, el morocho era, en cambio, un tipo falible, desbordado por las situaciones que lo bombardeaban a cada paso. La fama terminó por inflamarle la cabeza, sobredimensionó sus virtudes y herido y descompaginado, erró una y otra vez en los senderos de la vida, esos que no están delimitados ni con cal ni con un balón de fútbol como carta de presentación. Sus amigos lo obnubilaron, lo succionaron, le hicieron creer que era un iluminado, que era invulnerable y él, consecuente con esos dichos, trepó sin dificultad hacia la cima de la gloria pero el precio fue hundir sus pies en un barro espeso, pestilente y poco apto para ejecutar miriñaques y preciosismos.
Cuando las tentaciones aparecieron en su vida, el no las apartó ya que se sabía elegido por esas multitudes que lo veneraban y le perdonaban todo con tal que con sus gambetas los transportara también a ellos al paraíso de la dicha. Pero su corazón era un músculo tan frágil y falible como el de los demás y muy pronto le pidió explicaciones por sus constantes desbordes, él no le hizo caso y se transformó en un adorador de fuegos fatuos, quiso escarbar los huesos del festín buscando encontrar los resabios de una gloria que cada vez encontraba más insabora. Lo probó todo y todo le pareció poco, se embadurnó las narices con esa diosa que convierte a sus adoradores en mierda y asqueado, engañado y descendiendo a los lindes del averno, todavía encontró manos que estaban dispuestas a levantarlo. Una voz le dijo: -“Vos sos bueno con las esferas, ellas se te brindan solitas como meretrices encantadas por tus dones. Pues transformá a tus malos amigos en esferas, a tus vicios en balones, a tus estafadores en bolas rotundas, transformálo todo en esferas y si podés, hasta el mismo infierno transfórmalo en un balón y cabecéalo y dominalo y dejalo chiquitito entre tus pies prodigiosos, engatusálo y después mandalo lejos con una patada furibunda para que todos sepan que nada ni nadie puede vencerte mientras tengás la fuerza y el talento en esas piernas benditas”.
Y así parece que lo hizo este Dios proclamado por el entusiasmo fuera de norma de todo hincha enfervorizado. Y ahora, convirtiéndolo todo en esferas, esas que tan bien se avienen con sus pies, también logró que todos seamos entes esféricos, prestos a ser embaucados de por vida por sus aladas y archiconocidas extremidades…
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