Desde muy pequeña su padre la había golpeado, el trato que recibía de su progenitor, estaba muy por debajo del que se le da a una mascota.
De su madre no guardaba ningún recuerdo, porque nunca la había conocido, tampoco se atrevía a hacer alguna averiguación, se conformaba con pensar que había muerto y que ella, sí la quería, aunque su padre todo el tiempo decía lo contrario.
Creció sin letras, luces ni maestros, vivía para atender a su verdugo y recibir como paga el látigo empuñado, entre sangre y alcohol.
La adolescencia llegó como una maldición, su desamparado cuerpo en desarrollo, era continuamente vejado y manchado por las oscuras pasiones de su creador.
Una noche como un demonio enfurecido, su padre llegó a la casa con el pecho descubierto y los ojos en llamas, escupiendo por la boca las peores obscenidades dirigidas a ella y a su madre.
Después de la paliza y la violación, ella quedó en el rincón más negro de la habitación, semidesnuda con los poros abiertos dejando escapar asco y odio.
Con el rostro descompuesto y el cuerpo vacilante, se dirigió a la cocina y tomo el cuchillo. Lentamente, de puntillas, paso a paso, llegó hasta el lecho donde su eterno agresor descansaba.
Hundió el cuchillo en el pecho descubierto con una fuerza y energía imparables, no dio lugar a lamento alguno, porque al primer ataque le siguieron quince inserciones más, distribuidas a través del cuerpo ya sin vida de su padre. Una por cada año.
Dos días después la policía allanó la casa, encontrando el cadáver y a la joven sentada de cuclillas con la mirada perdida en uno de los ángulos de la habitación.
Los especialistas diagnosticaron que había sufrido un trastorno mental y debía ser internada inmediatamente en un psiquiátrico.
Ya no sabe quien es, tampoco le interesa quien fue ni quien podría ser.
Deambula con los otros entes, sólo repite: una gotita de sangre por una gotita de amor, una gotita de sangre por una gotita de amor...una gotita...
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