Carmen Carmona atesora en su pecho una cruz de lunares. Son cuatro perlas morenas que, las malas lenguas, dicen son la cuenta de los amantes que se le murieron a Carmen.
Se esconde el primero en la aureola de su seno, del izquierdo. Fue por Fernando Miñambres, un joven farandulero que con su cante preñaba a las niñas de versos de amor. Luciano Carmona, el padre, le dio muerte la tarde que Carmen, en el granero, cedía a Miñambres su flor.
El segundo, sobre el cuello y en lo alto de la cruz, fue el amor aventurero por un bandolero del sur. Rodrigo Solana Allamonte, que por la joven se quedó prendado, prendido, trenzado de sus ojos negros. Y por ella bajó al pueblo desde el monte, en pleno día y cegado de idilio, el bandido. Allí lo esperaba la autoridad, que sin tardar y abriendo el alba, lo habría de fusilar.
El brazo de la cruz lo forman los dueños de dos navajas que, descastadas, se cruzaron los filos. Dos hermanos, los Cortizo, que siendo tan parecidos hicieron sembrar la duda en Carmen Carmona. Sin saberse decidir, ora a uno ora al otro les daba requiebro y tiento, y en consecuencia, tiró menos la sangre que los celos. Y sangre se derramó, en el suelo, quedándose la mujer con un lamento girado hacia adentro.
Ahora hay quien cuenta que en la cruz, justo en el centro, encima de su corazón y del desamor nacido, un quinto lunar ha amanecido. Pero eso… nadie lo sabe cierto. |