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Hombres buenos, quiere a los niños.
Oscar Wilde
La fragancia de las flores, la algara-bía bulliciosa del trinar de los pájaros, le daban un encanto celestial a ese bosque encan-tado donde nunca había entrado ni el invierno ni la noche.
El niño de la dicha recorría sus senderos, contagiando su bondad y su dulzura a quienes se acercaban con las penas de los tiempos. Pájaros y flores, solemnizaban el paso del monarca de la dicha. En su rostro se podía ver claramente al verdadero paladín de la ternura y la sonrisa.
Una tarde, muy temprano, encontró a la prin-cesa del palacio caminando tristemente con su carga de pesares.
¡Princesa! ¿Qué ocurre? - preguntó el niño de la dicha.
- Él ogro perverso me maltrata y no sé que hacer.
El niño de la dicha, después de contemplarla dulcemente, sacó un paquetito del medallón mágico, que colgaba de su cuello y sé lo entregó.
-Para ti, princesa. -dijo-
Al abrirlo, la princesa pudo comprobar que estaba lleno de amor. Y, ahí mismo, como por arte de magia, comenzó a transformarse en una hermosa niña, tan pequeña como el niño de la dicha. Y la llamó princesita dulzura.
Y todos los días, la princesita volvía al bosque para encontrarse con el niño de la dicha. Él, le enseñaba el colorido de las flores, las puestas de sol; a escuchar el canto de los pájaros y todo aquello que pudiese reconfortar el espíritu. Le entregaba paquetitos de ternura, de dicha, de paz, de bondad, de sonrisas, de amor.
Pero un día, en sus largas caminatas por el bosque encantado, el niño de la dicha vio venir, nuevamente transformada a la princesa del palacio.
-¡Princesa! ¿Qué ha pasado?
- El ogro perverso ha vuelto. Me sigue mal-tratando y no sé que hacer.
El niño de la dicha, con toda su ternura, sacó un paquetito del medallón mágico y se lo en-tregó. Al abrirlo, la princesa vio que estaba lleno de comprensión.
¡Comprensión! - exclamó la princesa- ¿Qué‚ es la comprensión? ¿Para qué‚ sirve la comprensión? Mirar una puesta de sol o un hermoso amanecer, el colorido de las flores, escuchar el trinar de los pájaros y todas esas cosas como tú dices.
-Para qué sirven los paquetitos de paz, de dicha, de sonrisas, de ternura...y ahora, ¡de comprensión! ¡Yo te lo diré!
- ¡No sirven para nada! Eres un niño medio tonto. -diciendo esto, dio media vuelta y se marchó-
Una tarde, muy temprano, mientras paseaba por los jardines del palacio con su pesada soledad cargada de recuerdos, la princesa, encontró al niño de la dicha dormido al pie de un rosal. Una furia diabólica se apoderó de todo su ser, mirando con desprecio al paladín de la ternura, quien tenía órdenes de no acercarce al palacio. Toda esa furia, todo ese desprecio, propio de un ser que no está acostumbrado a que lo quieran, fue mostrando su vanidad, su egoísmo desmedido, sin importarle nada por el que había dado algo más que toda la belleza de su alma.
Toda esa furia diabólica, fue suficiente para acercarce al niño de la dicha y arrancarle con crueldad el medallón mágico que contenía el secreto para vivir.
Y la princesa se alejó con el medallón mágico que le había sacado al niño de la dicha mien-tras dormía al pie del rosal.
Cuando estaba sola, rodeada nada más que por los placeres materiales del palacio, intentó sacar del medallón, los paquetitos como lo hacía el niño de la dicha. Pero...
¬ ¡Dios! ¿Qué‚ es esto? -Exclamó- ¡Qué‚ espanto! Adentro del medallón mágico, no había ningún paquetito de ternura, de dicha, de paz, de comprensión, de sonrisas, de amor.
¡Todo fue un engaño! - gritó la princesa, al ver que el medallón mágico, contenía nada más que, pétalos perfumados de todas las flores del mundo y su colorida fragancia descomponía de rabia a la princesa dulzura. En un acto endemoniado, arrojó el medallón mágico por la ventana y los pétalos se esparcieron muy lentamente por todo el jardín.
Un jilguero que estaba cerca, al ver al niño de la dicha dormido al pie del rosal, le dijo a un ruiseñor que ya no cantaba.
-El niño de la dicha, no sonríe. ¡Qué pálido está! Nadie debe cantar porque duerme profun-damente.
No. ¡Nadie puede cantar! -afirmó el mirlo- Al niño de la dicha le robaron la sonrisa.
-¿Quién fue? - preguntaron los demás pájaros-
¡Los ladrones de sonrisas!- contestó el rui-señor trémulamente-
Los pájaros dejaron de cantar, las flores marchitaron de tristeza. El sol dejó de bri-llar anunciando un funesto presagio.
Todo empezó a oscurecer. El viento tempestuoso fue amontonando con furia, los pétalos espar- cidos por la princesa, hasta cubrir totalmente al niño de la dicha, dormido al pie del rosal,
mientras desde el cielo caía una suave llovizna gris. A lo mañana siguiente, la fragancia de un extraño resplandor que entraba por los ventanales del palacio, estremeció a una temblorosa princesa en su amargo despertar. Al pie del rosal que ya, no estaba, se erguía majestuosamente una gigantesca flor muy extraña.
Cada vez, que la princesa se acercaba para acariciar sus pétalos, la flor se transformaba en piedra.
OMAR ORDÓÑEZ
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