Comienza septiembre y el verano se aleja imperturbable. He visto la normalidad de las cosas asomarse a mi puerta, mientras el sol comenzaba a enfriarse con un tímido lamento. Es el recuerdo de que todo vuelve, una vez más, a la rutina; incluso la lluvia, que amenaza de nuevo, impertinente, tras esas nubes quietas de ahí arriba.
La vuelta al trabajo. La autoconciencia del “tengo que trabajar”, que no admite rechazo ni excusa. El remordimiento de los libros sin leer; esos que quise y no leí. Qué misterio me habrá impedido devorarlos, como siempre hice.
Pero han sido días de revelaciones “dentro de”. Descubrir por ejemplo, que todo lo que fue permanece, porque el pasado no se borra jamás. La memoria es algo sin hendiduras por donde se puedan ahogar los recuerdos. Todo vuelve, esperanzado o reticente, pero está ahí para siempre.
Es incierto, por tanto, que “el tiempo todo lo cura”. Él tan sólo es un mortífero veneno que te agarrota y te convence con su diálogo de palabras vacuas. ¡Ah!, si él supiera que yo descubrí, ya, de su inexistencia. Pero no, aún habré de seguir haciendo que le escucho, mientras intento librarme de sus narcóticos susurros.
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