De pronto al verte ahí a mi lado, sujetándome entre la gente y distanciandome de ella hacia tí (tan solo con el poder de cuatro dedos sobre mi cuello) supe que esa plaza se había transformado en un espectaculo en si misma.
Te guié entre la gente por mi plaza, mi espectáculo y mi función: Yo tenía el poder de elegir a todos los actores que vendrían a trazar su planta de movimiento en mi texto, donde cada diálogo se desprendía de una boca inverosímil; podrá serlo el auto de carreras que manejado por un niño recorría las vías de la plaza, otra boca quizás hablaría desde una baldoza, desde el pasto sucio. Y hablaría con la misma elocuencia que la chaqueta de cuero que roza mi polera azul, y dice en voz alta, bajo luz cenital:
- Disculpa, el desconocido que me lleva puesta te ha rozado el ombro derecho, mientras que la multitud que ve el show de los malabaristas me cierra el paso, y el humo que sale del carro del cafetero sofoca mi contextura, de por sí cálida.
Sin duda que la plaza O'higgins tiene muchos actores visibles y tradicionales y, al igual que los de hoy, tienen mucho que decir. Provienen de lugares comunes, como el turista, el mendigo, el perro callejero, el niño del autito de carrera que se arrienda por un cuarto de hora, el vendedor de antigüedades... y tras ellos, en un plano secundario: el baño público, la multitud, una mañana calurosa, el almuerzo con una chaparrita o una empanada de la calle... el desaire que un escéptico le hace a un evangélico.
Y al armar este guión con los subtextos, signos, símbolos y tejidos semánticos que enhebro en cada fruncir de ceja - cuando reflexiono, armo y construyo hacia arriba- resulta que me intereso en actores intrépidos y póstumos que aparecerán sólo hoy, a esta hora de la mañana, en que se cruzan tus ojos azules con mi mirada café, para detenerse y digerir el código.
Antes de morir en un bolso cerrado, tu caja de cigarrillos se convirtió en una grabadora. Se subió a mis manos ( blancas, redondas y muy chicas) y dijo todo lo digno de una catarsis, llevando en sí casi todo el peso argumental de mi texto.
Aquel monólogo tuvo sólo dos espectadores, y recibió gandes aplausos, ( tuyos y míos) por dramatizar tan realmente nuestra "siempre tan lejana proximidad intelectual".
Nos habló a nosotros, desde nosotros, burlándose, llorando a gritos su profecía, desgarránadose profundamente por un amor a la vida, deteniéndose con intensidad entre el desorden de semanas, meses, años, en que jamás, jamás nos encontraríamos.
Cansada de un público incorruptible, que se burló de su burla, que vió deconstruida su tan clara semblanza, se bajó de las tablas y caminó resignada a su muerte ( un bolso cerrado). Cerré el telón.
Mas tarde las nubes se cruzaron y anunciaron el momento de almorzar, algunos vendedores hicieron ademán de retirarse, confoabuló un frío que me hizo apartar tu mano de la mía y abrigarme, alguien compró un café al cafetero ambulante, mientras otro llevó a su hijo a cruzar la calle correctamente con el mono verde.
Y en esa agrupación de segundos yo recordé como se besaba, como entender que tu colectivo se iría luego, con la persona que tras el acto reflejo de recibir el vuelto, no sabría nunca que la función no volvería a reptirse: ni el texto, ni el vestuario, ni el salón, ni las graderías, cosas tan necesarias para la nostalgia, y para evocar las anécdotas. |