La tarde se hallaba desprovista ya de nubes, después de una llovizna pasajera. Hacia la mitad de la cuadra, una pequeña casa lugareña, oficiaba como consultorio principal del pueblo, recogiendo también un gran número de pacientes aledaños. Con un rostro atípico, el doctor Augusto Álvarez, de lustrosos setenta años, nuevamente comenzaba su tarea clínica. El delantal blanco - amarillento le rozaba las rodillas diminutas, en un movimiento constante, ante el ir y venir de sus tareas, mientras escuchaba atentamente el cuchicheo en la antesala de espera. Su vecino Manuel estaba allí, con ese dolor continuo en el pecho que nunca le cesaba; también la cuñada Elisa, operada de apendicitis hacía dos meses; el párroco de la iglesia, acarreando sus constantes hemorroides de tanto picante y tanto vino; Mabel, la jovencita que nunca conoció el amor, bajo un sin fin de síntomas hipocondríacos, junto a su madre autoritaria. Las charlas se iban extendiendo, a medida que esas sombras vespertinas se acercaban al anochecer. El médico permanecía alerta a los dichos, a la vez que revisaba lentamente cada uno de sus pacientes. Había llegado el turno de Mabel. Se cambió detrás del deteriorado biombo, mientras él interrogaba a su madre con las preguntas de rutina. Luego se desplazó tímidamente hasta la camilla que yacía vencida bajo una tela almidonada. Allí comenzó a revisarla detenidamente. De repente, un frío profundo le cruzó las vértebras, mientras su cuerpo diminuto empalidecía de norte a sur. Las miradas comenzaron a cruzarse en el exterior del consultorio, por el espacio que una cortina estrecha dejaba ver desde la puerta, intuyendo el resultado de la pericia. Álvarez volvió a revisar el vientre de Mabel; bajo los lentes, sus ojos recorrían aquella habitación indefinidamente. Recordó el día que había venido sola al consultorio por una consulta hacia su madre: esa tersa piel debajo del vestido a flores, bajo unos desenfrenados labios abriéndose en manojos de requerimientos, la vida acariciando los últimos vestigios de su sexo ante esa inmadurez veinteañera, el candor enrojeciendo las mejillas, suave como un nido temeroso de deseos, ante los gemidos varoniles escabullendo de su boca...
El corrillo en la antesala no cesaba los murmullos, mientras una decena de ojos se clavaba sobre su silueta de hombre incriminado, que sólo atestiguaba la vergüenza de haber logrado embarazar, a una pequeña y virginal muchacha...
Ana Cecilia.
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