Concentrado en no errar, el hombre mete la llave y gira con diligencia la muñeca. En ella, su Cornavín plateado destaca reluciente y marca exactamente la hora del almuerzo.
La mañana transcurrió tediosa en la oficina y su genio no es el mejor. Apenas cruza el dintel de la puerta, el ensordecedor bullicio de la olla a presión, azota como una bofetada. El almuerzo aun no está listo y en el comedor su mujer recién termina de arreglar el cubierto de la mesa.
Cuando el hombre anda enojado, el saludo sólo alcanza para un brusco movimiento de cabeza seguido de un leve movimiento de cejas. Ella apenas lo ve acusa su enfado y siente el triple de culpa por el retraso. Con nerviosismo se concentra en sus labores para evitar otro estallido.
Mientras tanto, el hombre espera molesto.
Sentado en la cabecera de la mesa, escucha las noticias en la radio y al mismo tiempo ojea con arrebato un ajado diario antiguo.
Para él, el menú siempre es mejorado con un buen bistec, una chuleta frita o la mejor presa de la olla. También es un requisito de la esencia que la mesa esté siempre impecable y que tampoco vuele ni una mosca. Ella sabe que ante el mínimo desacierto se arma la grande.
Ambos almuerzan mudos. El silencio que envuelve el comedor es igual al de un templo budista. Con toda nitidez se puede oír el sorbete de cada cucharada de caldo que el hombre lleva a su boca. En el otro extremo de la mesa, ella vuelve a repasar con la mirada la disposición de las cosas. Al parecer todo está puesto como al hombre le gusta.
De cuando en cuando el hombre deja de engullir para limpiarse la boca y lanzar una saeta con la mirada. Por su lado ella, intentando eludir esa pesada insinuación provocativa, hace como que aliña la ensalada. Sólo se oye el golpeteo agudo de las cucharas en la vajilla. Él parece un bloque de piedra y ella una víctima de la guerrilla.
En la mesa de caoba envejecida, dos fantasmas distanciados por un abismo, se aproximan al fin de la liturgia.
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Como todos los días después de quedar satisfecho, el dueño de casa duerme la siesta. Jamás en todos estos años, ha podido cerrar los ojos sin que antes ella se acueste silenciosa a su lado. Cuando anda con ganas suficientes requiere de sus encantos para descargar la calentura. Bien puede ser una corta penetración de espalda, o un brusco jugueteo con sus senos. Ella evidentemente tiene que estar dispuesta y bien lubricada, porque a él le causa enfado sorprenderla seca. Ante el mínimo descuido ella unta saliva en sus manos.
El hombre no anda de humor por lo que sólo tiene que sobarle la pelvis hasta lograr inducirle el sueño. Él acostumbra roncar y pearse mientras la saliva escurre por su jeta mojando la almohada. Por su lado ella se entretiene mirando la telenovela de las dos y media, mientras teje un mameluco para su sobrinito.
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Entrada la tarde el hombre se despierta y de un salto entra al baño. Debe volver. Como siempre moja su cabeza, se echa gomina y peina el cabello hacia atrás. Ella mientras tanto envuelve la merienda en servilletas y la introduce en una bolsa de nylon con el cuidado y la dedicación de un gnomo zapatero. Lo hace contando los segundos.
Finalmente, con el ceño fruncido y sin decir ninguna palabra, el cavernícola abre la puerta. De nuevo dirige su vista fría hasta donde se halla quieta su mujer. Esta vez ni siquiera hay un gesto, sólo una mirada de perro antes del portazo. |