Ella vivía dentro de su propia intimidad, atrapada en una red de sueños; confusa; alejada del todo y de la nada. Y como una coraza de emociones, refugiaba su libido, en el ambivalente mundo de la mente. El tiempo se fundía, en las horas, para pernoctar en el laberinto, que escindía su otra mitad, la corporal. Como una sumatoria de riesgos, que le robaba entidad, fue apilando frases, de años; que denotaban el reflejo de un ser distinto. Y sin conformarse con su propia imagen, albergó en sí, lo más precario de su árbol genealógico; para terminar con el entierro de su propia vida. Cambiada por los ecos que aún flotaban dentro; su cuerpo estalló, bajo el murmullo más cercano, a la muerte. Y así, las horas se enredaban en un halo de angustia, que descendían por el sendero de su aliento; para fluir, hacia la cima de los días. Por encima, el cielo tendía su vientre en infinitos tonos, que se desataban en su falda; y la oscuridad bebía el recinto de la noche, que se hacía pequeña, para albergar su figura diminuta. Ahora ya no está, su sabor se diluyó junto a la entidad del aire; lejana, como un ave asechando la tierra de la nada. Detrás, el tiempo se perdió bajo el encanto de su sombra; flotando en una extraña letanía, que se extiende, en el recuerdo de su nombre.

Ana Cecilia.