Era mecánico.
Había terminado por fin la jornada.
Así, sucio de la ropa, manos, cara y zapatos llegó hasta su casa.
Lo devoraba un apetito feroz.
Los neumáticos ponchados, el arreglo de balatas,
el aceite chorreado,
la grasa revuelta con lodo, todo el día lo habían hermoseado
para hacer de él una semimoviente estatua negra,
de la que sólo resaltaban los tomates blancos de los ojos,
a veces angustiados por el dilema del desarreglo,
y de cuando en cuando el gesto molesto de los labios
que dejaban asomar la blanca dentadura,
no para sonreír, sino quejándose porque la tuercas no cedían,
o bien el machucón de dedos que los descuidos producían
y que arrancaban de su boca sedienta, ingentes palabrotas.
Inútilmente sus camaradas intentaron desguarnecerlo de la apatía,
del enojo y la irritación que aquel día especialmente denotaba.
Entrando a su casa, lo recibió cordial su madre, como siempre,
proyectando una abierta y desahogada sonrisa, mientras le preguntaba:
-¿Qué te pasó ahora, Juanes, que estás tan triste?
-¿Juanes? ¿Qué te pasa ti mamá? ¿A quién te estás dirigiendo?
-¿A quién va a ser?; a ti, pues, ¡mira cómo vienes de sucio!
Véte a bañar antes de que te sientes a comer.
-¿Y, por qué Juanes?
-Pues por la “camisa negra” de mugre que te cargas, hoy, muchacho.
-Já,já,já...... No pudo reprimir la risa casi toda la noche el mecánico
por aquella ocurrencia de su madre,
que estaba a la moda de todas las canciones.
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