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Inicio / Cuenteros Locales / robin05 / Los amantes de Verona II

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– Muerto, entendéis. Prefiero mil veces la muerte antes que desposarme. No estoy preparado para tan magno acontecimiento. El amor no se impone.

– No digáis locuras, primo. Vuestra familia está organizando todo. Esta noche será la fiesta de compromiso. Sé que os asusta, pero no temáis, podéis estar satisfechos con la elegida. Su nombre es Julieta, y es la hija mayor de la casa Capuleto, familia muy querida y honrada por vuestros parientes.

– ¿Acaso la conocéis? Obviamente, será una joven maleducada y gorda, con pretensiones de princesa. Y si es guapa, peor. Será una presumida y no tendrá más conversación que sus afeites y sus joyas.

– Os equivocáis, primo. Permitidme deleitaros con su imagen. ¿Habéis visto la luna con su marmórea cara alumbrar a los enamorados en noches de cortas horas? Pues, su semblante brilla con más fuerza y resplandece con mayor suavidad… ¿Notasteis alguna vez el roce de la piel aterciopelada del melocotón apenas arrancado del árbol? Así dicen que es su tacto, un cosquilleo permanente que invita a la caricia continua. ¿Habéis sido despertado por el ruiseñor en tempranas mañanas? Creedme primo, su voz haría palidecer este canto, porque el oírla, en vuestra mente despiertan ecos de risas infantiles y coros de arcángeles, y vuestros sentidos se niegan a despertar a la realidad de su silencio. Y sus ojos… sus ojos, Romeo, son dos esmeraldas, dos brillantes verdes que se adentran en vuestra mirada, dos mares que os inundan y después no quieren volver a su cauce.

– ¿Es inteligente?

– Inteligente decís. Reza en latín, canta en francés, escribe en inglés y entiende el español. Su mente es capaz de calcular números de dos cifras, y lo mismo teoriza sobre Aristóteles que os cose vuestros pantalones. Es ordenada, cariñosa con los niños, firme con los deudores y astuta con los acreedores. Creedme, os lo ruego, mejor partido no encontraréis ni haciéndoos uno a medida.

– Aún así, no la quiero.

– Primo, parecéis un niño… Vuestros padres están haciendo lo que consideran mejor para vos, y deberíais agradecerlo.

Romeo continuó deprimido el resto de la jornada. Sus ojos enrojecían, sus pómulos y labios perdían color, sus manos temblaban; era la viva imagen de la tristeza. La madre Montesco estaba demasiado atareada con la fiesta de esa noche como para notar los cambios en el semblante de su hijo. El padre, igualmente ocupado con los detalles del acontecimiento, no hacía más que dar órdenes y castigar la indolencia de los criados con un voto a Dios de vez en cuando.

El futuro desposado lloraba desconsolado en sus habitaciones, ajeno a los preparativos de su fiesta de compromiso. Miraba sus delicadas manos, prestas siempre a coger la pluma, acariciaba su barbilla puntiaguda y alisaba sus cabellos. Abrió el cajón de su escritorio y sacó varios papeles perfumados. Romeo, pluma y tintero habitualmente preparados, comenzó a escribir. Encabezó la carta: “A quien interese mi llanto”. Luego no se decidía a empezar.

– ¿Cómo puede contarse un dolor tan intenso sin dejar que vuestras debilidades afloren? ¿Es posible abrir vuestras carnes sin ser expuesto a la crudeza del mundo? ¿Acaso soy un cobarde o un embustero? Lloro mi pena en la soledad de mi retiro. ¡Cielos, cómo ansío una compañía que alivie mi sufrir, que escarbe en mis tormentos! ¡Qué solo puede estar un ser vivo que se sabe muerto! Pese a los gusanos que devoran mis órganos, camino, respiro, me alimento.

Eligió cuidadosamente sus ropajes. Se situó frente a la luna del espejo y comenzó su ritual. Aplicó cremas, colores, perfume. Vistió pantalones y blusa clara de seda. Y, por último, eligió una máscara dorada, a juego con su cabello.

Mientras bajaba por las escaleras iba observando despacio el paisaje que se despejaba ante él. Cientos de parejas de distinto colorido bailaban alegremente ocultos bajos sus máscaras. Dos pasos a un lado, cambio de posición, un paso hacia delante, saludo… Los bailarines danzaban al compás. Hombres y mujeres ejecutaban delicados movimientos en el frescor de la noche veraniega y se buscaban entre sí, observados desde arriba por un Romeo asustado.

Quiso el hado que, entre tanto bullicio, el joven acabara posando sus ojos en una desconocida de cabellos rubios y grácil figura. Su faz permanecía oculta por la máscara, pero sus ojos eran sin duda esmeraldas. Conversaron hasta el alba arropados por la complicidad de las familias, caminaron bajo los cerezos, bebieron de la misma copa… La noche cerró su tierno manto sobre ellos, sorprendiéndoles la fría mano de la mañana ante el lago. Desde entonces, Romeo y Julieta fueron uno solo. Se les veía en todas las fiestas, montaban a diario, cazaban a menudo, recorrían sus propiedades, compraban en el mercado…

Qué regocijo para el pueblo llano era ver a los dos jóvenes por los campos, en la ciudad, en la iglesia… Sin embargo, una sombra oscurecía la mirada del joven, que a veces escapaba durante horas sin que nadie conociera su paradero. Los momentos de huída crecían sin que Julieta pudiera evitar la congoja, pero Romeo permanecía mudo ante sus preguntas –Pronto llegará la boda – recordaba la enamorada con la esperanza de que únicamente fueran indecisiones de juventud lo que a su amado preocupaban.

El sacerdote miró a los contrayentes y pronunció las palabras temidas por uno y deseadas por otros – Julieta Capuleto, ¿queréis tomar por esposo a Romeo Montesco? – La sala contenía un silencio despreocupado, sabedor el pueblo de que no podía esperarse otra respuesta a tal pregunta. Julieta dirigió su mirada al joven que, de pie a su lado, la observaba con expectación, como esperando alguna cosa que ella no acertaba a adivinar, y dio el sí quiero con voz trémula.

Un suspiro se escapó entre las filas más alejadas de los bancos. Numerosas cabezas se volvieron, preguntándose de donde procedía aquel sonido, que no era otra cosa que una queja contenida. Alguien se puso de pie y salió al pasillo central del templo. Dio un único paso, que retumbó en las paredes de la iglesia, y se convirtió en el centro de las miradas.

Criados, comerciantes, escribanos, obreros, en definitiva, el pueblo llano, fue el primero en darse cuenta de quien era, lo que no alcanzaban a comprender es qué quería. Caminó dos pasos más, y ya no hubo un solo asistente que no supiera que algo iba a suceder.

El sacerdote comenzó de nuevo la fórmula –Romeo Montesco, ¿queréis… –, pero se vio interrumpido por la voz, profunda y sin titubeos, del joven que estaba de pie. – Alto, Romeo no puede contraer matrimonio – La sala permaneció muda durante un segundo, para luego explotar en un murmullo ininteligible de voces que se entrecruzaban y crecían hasta, de pronto, cortarse en seco ante la mirada del joven.

Con la respiración contenida, todos esperaban una explicación a este absurdo. Julieta, vuelta el rostro, no lograba entender por qué era interrumpida su boda, e interrogaba con los ojos a su amado. El rostro de Romeo, sin embargo, no expresaba inquietud.

– ¡Romeo no debe contraer nupcias!

– ¿Cómo que no? ¿Quién sois vos para detenerlo? – dijo, contrariado, el patriarca de los Montesco.

– Yo… yo… Soy Mercucho, y he venido para acabar con este desatino. Romeo no debe casarse de ninguna manera.

– Vos queréis morir preso, o ¿acaso estáis loco? Porque si sois un ser cuerdo, cómo osáis entrometeros en esta celebración. ¡Exijo una explicación! ¡Decid o poned rodilla en tierra y disculpaos ante mis invitados!

– Romeo no puede contraer matrimonio con Julieta Capuleto… porque no la ama – El murmullo volvió a prosperar en la iglesia. La madre de la novia se llevó el pañuelo a la frente y cayó desmayada.

Nadie se movió de sus asientos, salvo el padre Capuleto. El templo se mantenía en suspenso. La cara de Julieta palidecía por momentos. Romeo permanecía sosegado, como espectador y no protagonista de la historia que se desplegaba ante sus ojos.

El padre Montesco miró a Romeo – ¿No vais a contradecirle? – le preguntó, agregando inmediatamente – En cualquier caso, nos es indiferente. ¡La boda se celebrará! –

– ¡La boda no puede celebrarse… porque Romeo no ama a Julieta – insistió Mercucho.

Los asistentes volvieron sus miradas a Romeo, que sonrió, se acercó al joven… y le besó en los labios ante el estupor general.


Autor de El manuscrito de Avicena
www.ezequielteodoro.es

Texto agregado el 30-08-2005, y leído por 451 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
28-11-2007 Gracias por escribirme en el blog. (http://mwezikati.blogspot.com) Es lindo lo que escribes. Un beso. Marie. Aristogata
14-09-2005 Realmente bueno, muy bueno. Voy a tu libro. 5* Máximo Islero
13-09-2005 genial, verdaderamente la boda era cualkiera, la famosa julieta no podia casarse con romeo....(seguramente estaba enamorada del primo)...ideas locas de mi cabeza jejeje....mis estrellas para un cuento que deve continuar....besos* pucky
10-09-2005 me gusto***** lagunita
08-09-2005 ja muy bueno...mejor, siempre es bueno mejorarse hasta a uno mismo... Andrea-lacrima
 
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