La señora de Etchecopar esperaba ansiosa en el recinto austero y cerrado; su figura altiva y pomposa cubría todo el ambiente con un aire de grandezas infundadas. El cuarto no era más que un pequeño cubículo de paredes empapeladas de un celeste aburrido con un cielorraso blanco y demasiado bajo dónde una araña de tres lámparas dejaba escapar apenas una luz tenue y opaca bajo la costra del polvo y las telarañas. Cuatro sillas distribuidas en cada uno de los rincones de aquella habitación eran todo el confort del visitante que esperaba; sin mas adornos para la vista que un cuadro de tamaño exagerado, dónde un aborigen arrodillado era bendecido por un sacerdote vestido a lo franciscano, con la cruz bien alta sobre sus manos.
La dama se sentía molesta e impaciente, acostumbrada a los grandes salones de mármoles y el confort de sillones tapizados de cuero bien lustrado y los adornos de marfil y plata; además nunca en su vida, ni siquiera un Obispo se había tomado el atrevimiento de hacerla esperar más de diez minutos, y este insignificante sacerdote hacía más de media hora que la tenía acalorada en aquella pocilga abanicándose a dos manos.
La puerta rústica y sin más color que el de la madera se abrió de repente y los ojos de la señora de Etchecopar se salieron de su sitio al ver entrar a un hombre con el torso desnudo, el cabello renegrido hasta la cintura y sin más prendas que un pantalón rotoso y unas sandalias escandalosas que mostraban sin reparos aquellos pies repugnantes con dedos sucios y uñas desprolijas
El joven de una altura considerable y músculos firmes y marcados, apenas murmuró un saludo in entendible y al preguntó al unísono:
_ ¿Está el cura?
La dama, que para entonces no salía de su indignación ante el bochorno de aquella compañía, escondió la mirada en el suelo evitando aquellos ojos de brasas de indio pura sangre; ni siquiera le contestó, a lo que el aborigen sin mas vueltas golpeó la puerta que comunicaba al interior y gritando ¡Don Camilo!, empujó la cerradura y entró dejando tras de sí a la dama, empapada de vergüenza y estupor.
De inmediato comenzó a rezar un rosario, por la salvación de su alma y por las culpas ajenas de aquel inmoral que osaba llamar al cura por su nombre y paseaba su desnudez descaradamente.
Estaba en pleno Ave María sujetando el rosario de perlas legítimas con ambas manos, cuando sus ojos que aún no habían regresado a su sitio, volvieron a espantarse ante lo que a ellos se reflejaba.
¡¡El Padre Camilo!! El mismo, en alpargatas, pantalones de grafa y camisa arremangada. El mismo, abrazando al indio como si fuera un Etchecopar, un Rodríguez Canedo o un Olmos Bardi.
El Padre, acompañó al indígena hasta la puerta de la oficina y palmeándolo con afecto, lo despidió como quién despide a un hermano. Este, llevaba entre sus brazos una bolsa repleta de mercaderías, y agradeciéndole los mates convidados se despidió con un cálido:
_ ¡Chau Camilo!
Camilo, con el mate a medio tomar en una mano y peinándose con la otra la maraña de pelos blancos alborotados, invitó a pasar a la señora de Etchecopar con un sincero;
_Adelante, llega justo para el mate.
Esta, ya presa de la ira y de un desprecio por aquél presbítero inusual, le lanzó una docena de improperios guardados y amenazándolo con quejarse a la Curia se marchó con la velocidad de una gacela en su huída.
La historia que sigue ya es harta conocida; el Obispo creyó mucho más conveniente las quejas de los Etchecopar y sus vínculos cercanos, que alimentar a los que tienen hambre y abrigar a los que tienen frío, menos aún el trato directo y desvergonzado con indios aunque estos estén bautizados.
La Parroquia de la Asunción (ahora coqueta y puntillosa) perdió a su más querido representante de la comunidad de los dueños de las tierras. Su nuevo párroquo, fiel representante de los administradores de la tierra, en su primera homilía bendició a todos los presentes (elegantemente vestidos) y juntos rezaron por el perdón de algunos pecados cometidos…
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