Jueves por la tarde
En otras ocasiones Gabriela se ha mostrado ágil, agresiva, hasta atrevida, pero hoy la encuentro aletargada, pesada, indiferente. Bajá la pierna, amor, me dice en el calor de la tarde, me duele que me la pongás ahí. Yace como en una pintura clásica, su cuerpo de medio lado, y el bulto que curvea su vientre apenas delata su estado. Suntuosa y casi imposible de excitar, se deja tocar, permite que mis manos la escudriñen con impunidad. Situado a lo largo detrás de ella, le muerdo el cuello y me aferro a sus pechos como si de ellos pendiera sobre un abismo. Se retuerce un poco y finge dormir, aunque me regala un poco de sí separando las piernas. Abre la boca con desdén y se acomoda, no sé si para ofrecerme con desgano el resto de su cuerpo o para simplemente desperezarse. Mi misión es sacarla de su modorra. No las aprietes tanto, que las tengo sensibles; pero ríe maliciosamente, la piel del brazo derecho parece como de gallina, y los dos síntomas me alientan. Le abro más las piernas y miro el centro del mundo hasta que me canso, hasta que mis pensamientos pasan a otro lado. No he logrado extraerle ningún jugo —marcado contraste con otros tiempos, no muy distantes, que una mirada prolongada de mis ojos verdes, lascivos, la hacía empaparse. Me escurro y entrometo la cabeza entre sus piernas; coloco la mano sobre el pubis y separo sus labios con dos dedos: reseca. La cara, al otro extremo del cuerpo: dos ojos cerrados, párpados hinchados, nada en términos de expresión, respiración tan leve que bordea en la catalepsia. Beso su vientre fecundo y bajo por el delta; mi lengua en busca de petróleo enciende su mortorcito y vibra rápidamente. Víctor, no, hoy no… pero no tiene la suficiente voluntad para detenerme. Lamo pliegues y recodos, ronroneo en su botón eléctrico, consigo que su cueva lepidóptera suelte un tenue olor a lubricante marino. Me concentro en el botón; lo alargo y lo encojo, lo sostengo entre los dientes; escucho el primer gemido, escéptico, indiferente, a veces alentador; me dice que la deje dormir tranquila pero también sé que quiere que la mantenga despierta, y esa dulce contradicción hace que mi pájaro loco comience a prestar atención. Amor, hoy no, hoy no y trata de sujetarme por los hombros, me le escabullo, me concentro en el punto sísmico con renovada fuerza. Más indiferente que dispuesta (me parece que finge), gira las caderas, y el vientre, distraído con lo que gesta dentro, apenas se alza. Por un momento parece que se ha encarrilado, pero presa de su capricho abandona la danza. Su indiferencia a mitad del vórtice me enfría un poco pero no me desalienta. Es que me siento rara, amor, y vuelve a caer en el letargo, aunque la estoma se abre y se cierra, autónoma anémona marina. Con la excepción de ese palpitar de pétalos nerviados enervados, Gabriela toda se convierte en una masa de carne lánguida. Abre la boca y es un pez fuera del agua; parece que una fiebre leve la consumiera y las perlas de sudor se le han formado en la frente, entre los senos que descansan hacia los lados bajo su propio peso. Respira, no dificultosamente pero sí con lentitud. Date vuelta, amor, te hago un masaje. Debajo de su piel morena, los omóplatos se mueven como alas embriónicas, y los músculos se dejan moldear por mis dedos. Manipulo con intención sus carnes: una caricia por aquí, un apretón por allá, quizás llegando a modificar el flujo de las hormonas o a cambiar el tipo de fiebre que la quema y entablar conversación con los deseos que se esconden detrás de los poros. Su piel es aceitunada como la de una gitana, y tan dúctil, tan sabia. La toco como por casualidad y con los dos pulgares desciendo por el teclado de su columna vertebral, llego a los hemisferios, hiendo la mano con delicadeza, la delicadeza es la clave de sol. Hago un movimiento súbito y tierno, y Gabriela, notando mi impaciencia por quedar envuelto –aunque sepa (y por eso acepte) que la disfrazo de delicadeza–, se permite el lujo de abrirse y abandonarse a la deriva de los eventos. Coloco mi sexo en la entrada y empujo: está seco. ¿Te duele? Si te duele, no quiero. Mi delicadeza la conmueve. Duele un poquito (yo sé que no le duele nada), pero tratá, y sonríe en complicidad consigo misma. Avanzo sólo una pulgada: mi vara rabdomante detecta un poco de humedad. ¿Te duele? Ofrezco retirarme, pero Gabriela me detiene con un apretón de nalgas. Ay, es que me gusta tenerla así, ni adentro ni afuera, dice, riendo tímidamente, sorprendida ante su ataque de arrojo, y vuelve a caer en la modorra. Probá de nuevo, sólo la punta. Entro. Se tensa y suspira al sentir nuevamente mi presencia, que no es una invasión (es una visita cordial), luego se relaja y por fin la madriguera me recibe lubricada y amistosa. Con Gabriela el tiempo es importante, el tiempo que el idiota de Ernesto no le concede yo se lo doy gustosamente, por eso para ella soy una presencia viva y no el pedazo de papel que la une a Ernesto. Con cada diminuta avanzada en su interior, me doy cuenta de lo placentera que mi presencia debe sentirse (como la suya me place), lo bien que sus carnes y la mía se ajustan, ni demasiado apretadas ni demasiado sueltas. Espero y avanzo, avanzo y espero, examino minuciosamente su reacción; ella no me ve, tiene los ojos cerrados (se ve a sí misma, vista por mí). Puedo sentir que desea sentirse bien penetrada, siento lo bien que le sienta tener algo que sostener y retener, el placer de sujetar algo allí, de intercambiar calor, de mezclar las dos humedades. La gradual penetración irradia corrientes invisibles que anuncian a las regiones más hondas de sus entrañas que una explosión va a producirse. La carne, los nervios intranquilos piden más. Continúo adentrándome, soy un hombre interminable. ¿Te duele? Me retiro súbitamente, sonriendo. Su cuerpo se cierra en una sola contracción y los dedos crispados apenas alcanzan a rozarme las nalgas. Se ve obligada a suplicar: Metela otra vez, ¿por qué me hacés esto? La introduzco nuevamente, pero sólo hasta la mitad, donde ella pueda sentirla sin retenerla. Me estoy comiendo tu tiempo, Ernestito, cada vez que estoy dentro de ella te chupo la vida como una sanguijuela y luego te escupo como la sangre envenenada de alguien mordido por una culebra, hasta que dentro de poco ya nada quede de vos. Quiero dejártela ahí para siempre, Gabriela, para que los tres nosotros terminenos de aplastar a Ernesto. Como si me leyera el pensamiento y en ese ataque de gula pusiera su granito de arena, Graciela alza las caderas para hacerme resbalar hasta el fondo, donde nuestras dos piezas encajan en una perfección lubricada. Abre la boca para hacer eco de su otro extremo y emite un grito que la hace la más mujer de las mujeres. Arde, todo lo que no toco arde por mi proximidad, su aliento y el mío son los gases de un motor recalentado. Pistón que sube, cámara que acepta, pistón que sube, cámara que deja escapar. Quiere gemir de nuevo; le tapo la boca y me chupa los dedos como una recién nacida. En el fondo de su sexo esa carne exige ser penetrada hasta el fin del mundo; dispuesta para la succión, se curva hacia adentro, yo me retiro. Las paredes de su interior se mueven tratando de cerrar el vacío, pero justo desde la entrada le envío hilos invisibles de placer. Veo entonces que tiene la boca abierta; quiere alzar el cuerpo y hundírsela pero aguarda mi movida, en ese tormento lento nos colocamos al borde del abismo, ella insistiendo y yo resistiendo, yo insistiendo y ella resistiendo. Abre más la boca y duplica la abertura, el hambre se desata y Gabriela alza las caderas y sólo entonces me dejo ir hasta el fondo, la empujo al borde del precipicio, donde siento las contracciones, y entonces su gemido rebota contra las paredes como globo de placenta, y ella cae al vacío pero antes de caer me agarra de un pie y me arrastra con ella al infierno de llamas que sólo queman por un segundo.
—¿Cuándo le vamos a decir? —pregunto, jadeando, triunfante.
—Hasta que no podamos esconderlo más, no sé. Pero hoy no —y sonríe con los ojos cerrados para voltearse perezosamente de cara a la pared.
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