Lluvia de polillas
—Comienza por el comienzo —dijo, muy gravemente, el Rey—, y sigue hasta que llegues al final; entonces paras.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas
Cuando el payasito de los zapatones comenzó su rutina de tres minutos, bajé el volumen de la radio, me pareció que sin la voz chillona del locutor lo vería mejor, aunque mejor no podía verlo porque yo era la primera de la larga cola de carros que se acumulaba en espera de la luz verde. El payaso hizo sus malabares con pelotas y cuchillos, giró un plato en la punta de una vara equilibrada en la nariz y se tiró al suelo para el acto de contorsionismo. Al otro lado de la ancha avenida, una mujer —lo más seguro que era la madre del niño— se metía una antorcha a la boca y escupía fuego como dragón. El payasito se pasó las piernas por detrás de la cabeza y caminó con las manos como araña coja, sin prestarle atención al tráfico que corría junto a él y llenaba el aire de pitazos, motores acelerados y humo de escape. El señor del carro a mi derecha me miró y juntos le dimos el visto bueno, y los pasajeros del bus de atrás sacaron la cabeza por las ventanillas para hacerle barra con gritos y chiflidos. Había que verlo, el chavalo se sabía el acto al tiro, con su expresión tan seria dentro de la gran sonrisa roja que le partía el rostro en dos. Hasta los peatones de la esquina lo miraban embelesados, y hubo uno que otro que arriesgó ser atropellado para poder verlo mejor.
Lo que me distrajo fue el enorme pájaro negro que voló lentamente sobre nosotros y se perdió por entre los edificios. Qué raro y de repente tan lindo fue verlo batir sus alas tan campante entre las antenas de televisión y el aire viciado. No podía acordarme de la última vez que había visto a uno, y a uno tan grande, ni tampoco de la última vez que había alzado la vista al cielo. Inmersa en esa mezcla de alas batiendo y maromas de payaso, me estiré hacia el asiento trasero y busqué en mi bolso una moneda para el niño, que como por arte de magia había desaparecido y se encontraba pasando el sombrero por los carros al fondo de la cola. El chofer del bus de atrás comenzó a pitar alborotadamente y los peatones me hicieron señales exageradas; y yo tan tranquila con el brazo por fuera, la moneda lista para caer en la manito que aparecería en cualquier momento. Fue ahí que me di cuenta que el carro se movía lentamente. El señor del carro a mi lado hizo una cara de horror y arrancó, metiéndose como pudo en el torrente de tráfico que fluía hacia la derecha. Entonces sentí el bulto exactamente debajo de mí, una forma que resistió el peso de las ruedas por un segundo y luego cedió con un crujido de huesos débiles. Claro que grité y sembré los frenos.
Dándose cuenta de lo sucedido, la mamá dejó caer la antorcha y corrió hacia mí. El chofer y los pasajeros bajaron del bus a empellones, y los peatones cruzaron la avenida esquivando los carros que pasaban a toda velocidad. Cuando por fin pude zafarme del cinturón y salirme, la gente ya había formado el tumulto y miraba con morbo el poso rojo alrededor de los zapatones de payaso, que sobresalían debajo del carro como los de un mecánico grotesco.
“Me mató al niño”, dijo la madre, jadeando kerosene a mi lado. “¿Ahora qué hago?”
“No..., no lo vi..., señora”, dije lo mejor que pude. “Le juro que no lo vi. Yo...”
“Nosotros tampoco lo vimos”, dijo uno de los pasajeros del bus.
“Y eso que estábamos más alto que ella”, dijo otro.
“Me mató al niño”, repitió la señora con voz más alta y como si no hubiera escuchado. Metiéndose las manos a los bolsillos del delantal, alzó la mirada al cielo y suspiró: “Y ahora, ¿quién podrá ayudarme?”
“¡Yo!” gritaron todos a la vez, “¡El Chapulín Colorado!”
Callaron un momento, se miraron entre sí y reventaron en carcajadas, que culminaron con palmaditas en la espalda y comentarios sobre episodios memorables de El Chavo del Ocho y el Doctor Chapatín.
El chofer del bus dejó de reír súbitamente. “Un poco más de respeto, damas y caballeros”, dijo gravemente, mirando el cuerpecito del niño, “que ninguna muerte, por pequeña que sea, debe ser tomada a la ligera”.
“Sí”, dijo una señora de sombrero y vestidos rojos que también había dejado de reír. “Hay que llamar a la policía”.
“¡La po-li-cí-a! ¡La po-li-cí-a!” gritaron todos con voz solemne.
“La policía no me va a servir de nada”, dijo la mamá. “No me va a reponer el negocio perdido”, y miró a su hijo con ojos llorosos.
“Yo sé, señora...”, alcancé a decir, pero ella se volteó bruscamente:
“¿Quién me va a reponer el negocio perdido?” preguntó, fijando su mirada en la mía. “¿Usted?”
“La pobre señora tiene razón”, dijo un viejo con bastón que se nos acercó lentamente. “Lo correcto en este caso es una compensación monetaria. Propóngale una cantidad, señorita”.
“Pero...”, traté de protestar.
“Propóngasela”, me interrumpió el viejo con tono cariñoso pero firme.
“¡Que sean cien!” gritó alguien del grupo.
“¡Ciento cincuenta!” gritó otro.
“¡Doscientos!” dijo entusiasmada la señora del sombrero rojo.
“Pero, ¿qué es lo que esta pasando aquí?” grité, a punto de llorar. Rebusqué nerviosamente en mi bolso, tratando de encontrar algo con que sonarme la nariz. El viejo del bastón, al verme tan alterada, sacó su pañuelo y me lo ofreció como una condolencia.
“No, gracias,” dije secamente y continué rebuscando.
Un muchacho alzó la mano y se me acercó. “Señorita”, dijo con confianza, como si tuviera años de conocerme. “Yo creo que con cien basta. Acepte, le conviene. Usted no sabe cómo es esta gente”.
“¿Cien míseros pesos?” dije, rompiendo a llorar. “¿Eso es lo que su hijo vale, señora?”
“Si me quiere dar más, yo no protesto”, contestó la madre mientras se revisaba las uñas con cara de inocencia.
Saqué un billete de un latigazo y se lo tiré a los pies. “Ahí tiene su maldito dinero”, dije entre sollozos. “Y si cree que su hijo vale más de estos papelitos inútiles, ahí le van otros también”. Y uno a uno fui sacando todos los billetes que traía conmigo y los tiré con desprecio.
“Un momento”, dijo el chofer. “El arreglo es por cien pesos, no más”. Y sin vergüenza alguna, recogió un billete y se lo metió al bolsillo del pantalón.
Varias personas se movieron en falso, pero se contuvieron porque, cobardes, nadie se atrevía a dar el primer paso. Viendo su oportunidad, un muchacho se agachó cautelosamente para agarrar otro billete, pero el viejo lo detuvo con el bastón. “Ése es el mío, niño”, dijo, agachándose con lentitud.
“Nosotros también tenemos derecho”, dijeron dos o tres, que se tiraron al pavimento.
“Esto se está poniendo feo”, dijo la madre. “Yo me quedo con mis cien pesos y asunto terminado”, y se metió al sostén el primer billete que había volado de mi bolso.
“¡Nosotros también queremos nuestra parte!” clamaron los demás y se unieron al tumulto que se había formado en el suelo.
“Un momento, damas y caballeros”, dijo el chofer, pero nadie lo escuchó.
“¡Un momento!” gritó a todo pulmón, y todos los que estaban en el suelo se paralizaron y lo quedaron mirando. El chofer continuó: “No peleen, damas y caballeros, que para todos hay. Pero tenemos que ser equitativos”.
Le pidió prestado el sombrero a la señora de rojo y metió su billete en él. “Ahora, con excepción de la indemnizada, aquellos que lograron asegurar algo, por favor devuélvanlo y lo repartiremos en porciones justas”.
Hubo un rumor general en el grupo. Los que no habían recogido nada estuvieron de acuerdo inmediatamente; otros, que habían recogido menos de lo que hubieran deseado, inicialmente se resistieron aunque al final devolvieron su parte del botín. Pero los dos que habían podido conseguir una buena cantidad —el primer joven y el viejo—, se negaron rotundamente.
“No sólo unos cuantos deben ser los privilegiados”, dijo una voz anónima.
“¡Sí, sí!” estuvo de acuerdo otra.
“¡Que devuelvan lo robado!”
Se formó un cerco alrededor de ellos y comenzó una marcha circular. “¡El pueblo unido jamás será vencido!” gritaban los manifestantes, blandiendo sus puños y dando vueltas como un gran engranaje. “¡El pueblo armado jamás será aplastado!”
El joven y el viejo subieron la guardia y parecían dispuestos a defender lo suyo, pero después de que el círculo comenzó a cerrárseles, tuvieron que hurgar sus bolsillos y depositar los billetes en el sombrero comunal.
“¿Contamos con un contador entre el selecto público?” preguntó el chofer, revolviendo los billetes como si fueran boletos de una rifa. Un hombre flaco y de anteojos dio un paso adelante e hizo una leve reverencia.
“Cuente, por favor”, dijo el chofer, pasándole el sombrero. “Y dese prisa, que el semáforo va a cambiar a verde”. Entonces abrió los brazos y se dirigió al grupo: “Ahora contemos cuántos somos. Por favor, empecemos por este lado”, y apuntó al viejo, que había permanecido junto a él. “Aunque no se lo merezca”, lo amonestó, “usted es el número uno”. Después señaló a la siguiente persona:
“Dos”, dijo.
“Tres”, dijo la rubia que tenía al lado.
“Cuatro”.
“Cinco”.
Y así se contaron hasta llegar a veintidós, contador incluido. “Veintitrés”, dijo el chofer, apuntándose con el dedo. Y después a mí: “Señorita, ¿usted quiere participar?”
Me negué con la cabeza y miré hacia donde no tuviera que ser testigo de la sórdida transacción, pero mis ojos se toparon con el charco de sangre y los zapatones inertes, así que volví la mirada al grupo.
“Trescientos cuarenta y dos pesos”, dijo el contador, que se había puesto el sombrero y sostenía el puñado de billetes en la mano. “Entre veintitrés personas, veamos..., dos, van once, bajamos el dos. Ciento doce entre veintitrés..., seis, sobran treinta..., ochenta y seis..., no, ochenta y siete: veintiséis pesos con ochenta y siete centavos. Lo redondeamos al inmediato inferior, ochenta y cinco. A cada uno le corresponden veintiséis pesos con ochenta y cinco centavos, y sobran cuarenta y seis centavos”.
“Ésos le quedan a usted por su valioso servicio”, dijo el chofer, y le arrebató los billetes de la mano. Se guardó un par de ellos y comenzó a repartir, pero viendo que con tanto billete grande no iba a poder, preguntó: “¿Alguien tiene cambio para uno de a veinte?”
Todos los presentes se metieron las manos a los bolsillos. De ellos salieron monedas, cigarrillos, fósforos y palillos de dientes, papelitos doblados, viejas fotografías. El viejo, tesorero improvisado, fue de persona en persona y logró reunir un buen puñado de monedas. Las contó, hicieron el cambio y el chofer le entregó su parte, diciéndole: “Queda usted perdonado, mi querido señor”. Se hicieron una larga reverencia y con las monedas del viejo, el chofer comenzó a distribuir el dinero.
“Hagamos una fila, por favor”, dijo cuando el grupo se le amontonó. Yo me alejé un poco, así como para que no se me pasara la ambición enfermiza que arrugaba las caras de los que iban poniéndose en fila como corderitos.
La madre del niño se me acercó. “Estamos bien, señorita”, dijo. “Ya no se preocupe. Yo me encargo de todo”. Y trató de sobarme el hombro.
“No me toque”, le dije tajantemente, y me retiré un poco más.
Los pasajeros que recibían su parte volvían al autobús y se sentaban en silencio a esperar que el chofer terminara. Los peatones, a medida que eran despachados, se iban en pequeños grupos que, entre verónicas y volapiés a los carros, cruzaban la avenida comentando animadamente la tragedia.
Antes de marcharse, el viejo del bastón se me acercó y me dijo: “¿Ve cómo todo salió tan bien señorita?” Sonrió un momento y después añadió con timidez: “Aunque admito que quise abusar. Pero soy hombre y el errar es humano. Discúlpeme, por favor”. E hizo una reverencia y se marchó.
Después de terminar, el chofer le quitó el sombrero al contador y se lo devolvió a la señora. Entonces se abrazaron, se dieron un beso y caminaron al autobús como si fueran viejos novios. Con toda la caballerosidad del mundo, él la ayudó a abordarlo y luego subió de un salto juvenil.
“¡Vámonos!” gritó, colgado de la puerta como inspector de trenes.
Quedamos solas la señora y yo. Y el niño debajo del carro.
“Ya estuvo, señorita. Móntese a su carro y váyase”.
No me moví. “Pero, ¿y el niño?”
“No se preocupe. Yo me hago cargo. Apúrese, que la luz acaba de cambiar a verde.”
El río de carros que fluía se detuvo, y la luz verde desató el torrente de carros en vía contraria a la nuestra. Con el tráfico en renovada marcha, el aire recibió otra tanda de pitazos, motores acelerados y humo de escape.
Me aferré a mi bolso y me metí al carro. Busqué la mejor manera de capear al muerto, pero toda maniobra que hacía me parecía que iba a terminar de apachurrarlo. Entre el polvo y el humo alcancé a ver a la madre, que recogía las cosas de su hijo y se marchaba. Saqué la cabeza por la ventana y le grité para que se lo llevara, pero el bus y los carros comenzaron a pitar con impaciencia, ahogando mi súplica.
“¡Apúrese, que está atrasando el tráfico!” me gritó el chofer desde su ventanilla.
Arranqué sin pensarlo más. Los nervios hicieron que el carro tosiera mientras avanzaba torpemente, pero por fin pude estabilizarlo. Las llantas traseras apenas se alzaron con la forma del cuerpo, y lo último que vi por el retrovisor fueron mis lágrimas secas, la madre haciéndose más pequeña entre los carros y, contra el cielo gris sin nubes ni pájaros, las ventanas tristes de los edificios.
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