I
La montaña, Vitosha, es inmensa en leyendas. Dicen que por ahí, en donde empiezan los grandes pinos, merodean los osos. Que desviarse de la ruta principal podía hacerte desaparecer para siempre. Los pinos, entonces, solo era para verlos y a través de sus sombras, contarnos lo cerca que podían acecharnos las bestias. Nosotros no inventábamos audaces excursiones, andar por la vía principal era el gran goce. Tomábamos pesados los trineos, los colocábamos unos detrás del otro y cual carrusel propio, nos dejábamos llevar por la inercia acelerada de la bajada. Nuestros rostros intermitentes, calientes por la subida, percibían el aire gélido que encendía toda la superficie expuesta. Solo la cara, naturalmente. Con eso bastaba. Solo eso para ser felices.
II
Nos mudamos luego a unos bloques. Íbamos a clase con unos niños muy parecidos entre ellos, gorditos, igual que las maestras, rosados, sonrientes, quienes recibían felices a los nuevos niños tan extraños, los del trópico. Comunicarnos no fué difícil. Allá dices no, girando tu cabeza verticalmente y el sí, es mas bien horizontal.
También había novedades antes que nosotros, niños que no eran tan blancos, ni tan gordos, ni tan altos como ellos.
Las maestras comentaban los hallazgos en sus niños latinos. Divertidas, reían durísimo y hasta las lágrimas del atrevimiento infantil de voltear a ver sus traseros cuando orondas caminaban entre las filas de pupitres: ¡tan pequeños estos niños, tan extraños, miran adelante y atrás a las mujeres!.
III
Cerca de nuestros bloques de pocos pisos, también se sembraron casas. Xulyia vivía con su Baba en una muy cerca. El portón del frente parecía a punto de caerse. Caminábamos hacia allá cada vez, al final del día escolar, temprano en la tarde.
La casa parecía a punto de derrumbarse, tan triste parecía. No había padres. Su Baba era pequeña, delgada y emergía en la puerta solo después que Xulyia, diminuta, había asegurado con un empeño feroz que el portón del frente, un poquito mas grande que nosotras, cuadrara a la perfección sus bordes. Poco podía protegerlas, pero en su vida, ese portón debía quedar perfecto. Nos sumergíamos entonces en la sonrisa dulce de la Baba alrededor de la joya mas grande de la casa: una estufa. Baba celebraba nuestro "parentesco": mírense a los ojos, son idénticos, la sombra que rodea sus ojos, es la misma. Y entonces, el recorrido de fábulas alrededor de sus parientes: los gitanos. La Baba nos colocaba tazones calientes en las manos y llenas de tanto afecto, comenzaba a relatarnos historias, con su verbo, con su risa, con sus gestos, con su cuerpo todo, contaba leyendas vikingas, gitanas, universales, propias. En todas, había cuervos. Para esa coreografía, para el momento cumbre en que apareciera el cuervo, se subía a un taburete, asegurándose un juego de sombras a través del reflejo íntegro en la pared vacía del fondo del recinto. Nosotras comprendíamos que era el momento de dejar de mirarla y disfrutar su acto, el juego que se libraba entre luces tenues, amarillas, grises. Estaba de pié y con ambos brazos extendidos. Doblaba el cuello y entonces lograba que una cosa emergiera del eje derecho, como una protuberancia. De ese mismo lado, su muñeca doblada apuntaba la mano recta al piso. Su pié izquierdo seguía en dirección opuesta y desde su otro brazo extendido, doblaba a nivel de la mano, apuntando el techo. Mirábamos su sombra: dos trazos perpendiculares que finalizaban cruzados de picos: ¡Un cuervo! reconocíamos entre risas.
IV
Mientras tanto, mis hermanos jugaban con los vecinos del bloque. Para nosotros todos eran "Milkos" o "Bolitas". Nos incorporábamos, con una mano eternamente en el bolsillo, después de haber perdido un guante hacía bastante tiempo. Con ellos, descubrimos el placer de ir compactando trozos, pedacito por pedacito hasta hacer grandes masas, acomodar alturas diversas de nuestras obras y hasta hacer ejércitos de hombres - nieve, todos con identidad propia. Nos congelábamos y era entonces cuando recordábamos que debíamos volver a donde nuestros helados padres, bajo techo.
V
Regresamos tarde. Los muñecos estaban listos. La nieve limpia. Seguramente nevó un poco mientras oíamos historias. Milko con los otros, dibujaba en la nieve. Una raya, otra que la cruza y de pronto, empieza a hacerle picos a las puntas. Xulyia abre sus ojos y las cejas ennegrece, grita, con su bota pisa la esvástica, la deshace, con furia la diluye en pisotones.
VI
Milko corre hacia los bloques, ella lo hace hacia su casa. Voy tras ella. No vigila que el portón quede perfecto, está sin aliento, pálida, a la Baba no le ha dado tiempo de intuir su regreso. Entramos y está aterrada, se aferra a su abuela cubierta de tantos trapos. No habla. La Baba me indaga y no sé que responderle. Xulyia recupera su aliento un instante y entre sollozos grita a la Baba:
-¡los cuervos, Baba, regresaron, están aquí: los cuervos!.
Entonces, las luces se unifican en la tristeza inmensa de su historia.
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