En contadas ocasiones, somos obsequiados con momentos sublimes. Esas experiencias que nos gustaría revivir una y otra vez y que, sin embargo, suelen ser irrepetibles. Hoy, 8 de octubre, he sentido algo similar.
Estaba sentado, sumido en mis pensamientos, en una escalera que había entrado a formar parte de mi vida recientemente por motivos académicos. Hacía frío, pero yo, que siempre disfruté con esta sensación sobre la piel, estaba en manga corta. No creo que el tiempo ejerciera influencia sobre mi estado anímico, y sin embargo, si tuviera que definir cómo me sentía en ese momento, la respuesta igual valdría para describir el día que hacía: gris, frío, y con lluvia sobre calima. Las cosas no salían exactamente como esperaba y me resistía cada vez con menos fuerza a perder la esperanza.
De repente, algo me devolvió a la realidad. Una voz infantil que provenía de mi izquierda había roto la monotonía de los ruidos de lluvia, tráfico y campanas a los que ya me había acostumbrado. Me giré en esa dirección y descubrí, a través de las rejas de la puerta de la escuela, a una niña que me miraba con curiosidad. Tendría 2 años. Estaba de pie asomada por una de las rejas y los bucles rubios de su cabello le enmarcaban la carita de una forma tiernísima. Aunque aún no sabía hablar de una forma reconocible, sabía muy bien lo que quería decir y como expresarlo. Los sonidos que había articulado hasta ese momento debían significar algo así como "¡Eh! chico, mírame", puesto que volvió a enmudecer en cuanto lo hice. Después de unos instantes de mutua observación, en los que yo aproveché para calcular su edad y ella debía estar adivinando la mía, la niña me señaló los coches imitando el sonido del claxón "¡¡Piii, piii!!", y sonrió.
¡¡Piii, piii!! repetí yo como embobado, contento de haber encontrado una interlocutora...
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