El Manuscrito
A Florencio, este pueblo que lleva a cuestas desde la infancia lo ha cansado. La casucha en que vive, sin ninguna pretensión arquitectónica, es un cajón cuadrado con las comodidades para un viejo solterón como él. Sólo el porche, con ese mosaico crema, y la Virgen de Luján, en el recoveco que hizo el padre antes de morir, son lo único que tendría fuera de lo común una caja de cartón. El jardín, no lo cuida más; la ligustrina son troncos retorcidos, sin más aspiración que subsistir. El pasto no está, tierra polvorienta; pero el alcanfor que debe tener cien años además de sombra, le da las hojas que en las noches pone en la olla a hervir para sentir un perfume más decente en la habitación. Él se dice que, si bien con la mierda de jubilación que le dio el Gobierno apenas le alcanza para subsistir, al menos, no tiene nadie a su cargo. Los memoriosos recuerdan que, durante un período no muy largo, una bella mujer visitaba a Florencio. Se rumoreaba que iban a casarse. Pero, de pronto, se acabaron las visitas de la mujer.
Hoy vendrá Francisco. Tiene menos ingresos que él; los dos fueron empleados del correo. Su ex compañero, apenas cartero, no llegó a terminar la primaria. Pero de chicos, aquí en el barrio, sobresalía su calidad para manejar la pelota. Lo querían todos, hasta las abuelas que le devolvían la de goma cuando algún pateador chambón la metía en la casa vecina. En cambio, para Florencio, el deporte, nada que ver. Los dos rumbeados para los ochenta, se conocen desde el cuarenta, y cada dos meses van a comer. Florencio lleva a lo de Francisco, cada vez, un postre diferente elaborado por él y le encanta explicarle a la señora la forma de hacerlo. Ella lo aprecia y le brinda el cariño que no tiene.
Salvo este regalo de amistad, nadie lo espera. Sí alguien se regocija al verlo: Potro, que cuando llega le lame los pies y le salta no sé para qué, para esa caricia que le pide por un instante. Después, se queda tranquilo; también, para él, son las únicas caricias de su existencia. Nunca entra al cuarto. “¡Bueno, fuera!” Le ensuciaría el piso con esas patas sucias. Cuando se olvida de darle los restos del puchero, no le ladra, pero escucha sus uñas rasgando la puerta de atrás, y ahí se levanta y le pone el plato y le hace la segunda caricia. Duerme en un cajón de madera que le regaló Don Ferio, el almacenero de la esquina. Florencio, aunque humilde, tiene su casa perfecta; limpia la cocina como le enseñó la madre, mantiene las ollas relucientes, plancha la ropa, las sábanas; es la gran distracción de casi todo el día. Y el puchero que hace también es una enseñanza de la vieja.
Lo que no se entiende es cómo Feiro sigue con ese boliche. Le han puesto un supermercado a dos cuadras, pero él, como lo hacía su padre y su abuelo, mantiene ese viejo almacén. Debe tener cien años, la misma edad del alcanfor. Le da fiado a los más pobres del barrio: la mitad, jubilados; la otra mitad, entre planes trabajar y unos pocos, esos que nunca laburan, no tienen jubilación, perejiles de la quiniela o patrones de esas pobres chicas. Esos son los que le pagan al contado a don Feiro, y con eso tira.
El barrio está muy venido a menos; a dos cuadras, hace cincuenta años, se empezaron a ocupar unos terrenos, y hoy es una villa miseria de gente que vino del norte. Allá, se ve que no tenían trabajo; aquí, los punteros políticos los siguen utilizando, y la gente vive de esas limosnas, con chicos sin escuela. En la tarde, andan con alguna botella de cerveza, y un porro que se reparten. Por ahí no pasa Florencio, pero esa gente bordea por su casa. Lo respetan, saludan con un “Cómo va don Florencio”, o “Florencito”. Él no abre la boca; un ademán con la mano, nada más.
El barrio no es el de antes. Se da cuenta de que está viejo; pero, en su juventud, ningún anciano se quejaba de eso. Se acordaba de varios; lo querían mucho. Siempre servicial y sonriente con ellos. Algunos se aprovechaban: “¡Florencio, para aquí! ¡Florencio, para allá!”. Ahora, nada. Al menos lo saludan esos jóvenes y le sonríen; a veces cree que lo están jodiendo.
Francisco no ha llegado. Le prometió hacerlo a las cinco; se atrasó en lo del primo. Va a abrir el baúl que le mandó el hijo de la hermana, la que guardaba los recuerdos de familia y algunas fotos, y como cincuenta libros de los abuelos. Piensa que debe estar todo muy arruinado. Está en eso, empezando a leer un largo manuscrito, sin título, archivado dentro de una carpeta y ésta en una caja, cuando siente la voz de su amigo con un palmoteo de manos. Después de tomar unos mates, le muestra la carpeta, curiosea por todo el baúl y, sabiéndolo gran lector, le ofrece que se lleve el manuscrito.
Hoy vino de vuelta Francisco, se lo devolvió y le dijo:
—¿Vos sabés algo de este escrito de tu abuelo?
—Nada— le contestó.
—Escuchame, Florencio: me resulta extraño que este relato de tu abuelo lo desconozcas. A mí me costó dormirme luego de leerlo. Sobre todo, pensaba en vos: lo que habrás sufrido de chico, con semejante niñez, y después, con eso a tus espaldas.
—¿De qué estás hablando?
—¿Me mostrás la palma de tu mano derecha?
—Tengo una cicatriz desde la punta del dedo meñique hasta donde empieza la muñeca. Tiene veintidós centímetros ahora. Me la hice a los tres años con un cuchillo que estaba enterrado con la punta hacia arriba; sobresalía un cachito del suelo, allí, al lado del alcanfor.
—La historia contada por tu abuelo no tiene nada que ver con eso, o, mejor dicho, ese cuchillo tuvo un recorrido adicional. No estaba enterrado: otra mano lo empuñaba, amigo mío.
—Nada que ver, Francisco. A mi abuelo le gustaba fantasear. En la familia, y sobre todo mi padre, lo hacían callar cuando empezaba con historias extrañas. Él se iba y se ponía a escribir relatos que nadie entendía. Además, entre ellos nunca se llevaron bien; les he oído discutir por una venganza que le propinó a mi viejo un socio que tuvo en un boliche bailable
—Si no te interesa, me llevo este manuscrito. Me gustaría releerlo.
—Pero, sí, llevátelo nomás.
Francisco se fue y, mientras iba hacia su casa, repasaba la forma de ser de su amigo. Cuando eran jóvenes nunca iba a bailar, no le había conocido mujer alguna, salvo una que lo frecuentara un tiempo y que, de pronto, había desaparecido sin una sola explicación de Florencio. Tampoco supo de otro tipo de relaciones; la prolijidad hogareña era su pasatiempo ideal. En todo su aspecto el amigo siempre había sido correcto: tenía una hermana a la que no veía, mayor que él, huraña y descortés; poco hablaba de su padre; sí de su madre, a quien veneraba. De todas maneras, para Francisco, su amigo era enigmático, inaccesible.
Ahora, ya no; ese manuscrito había develado el secreto que guardaba.
Florencio no tenía ni una sola queja en su vida. En su trabajo siempre fue querido por sus compañeros. Seguía siendo servicial y atento, igual con los niños que con los ancianos durante su adolescencia. Y, sobre todo, las mujeres lo veían como un hermano cortés y generoso. Hoy, Francisco se jacta más que nunca de ser su amigo y de que, sin saberlo, le ha brindado una cierta hospitalidad. Él, ahora, lo comprenderá en toda su dimensión, después de enterarse de la horrenda amputación que le hicieron de niño, conjuntamente con la herida de su palma derecha.
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