Tarde apacible
Hermenegildo estaba llegando a su casa, situada en un pueblo sencillo en el norte del Gran Buenos Aires. Al abrir la puerta de entrada al pequeño jardín, observó la casa vecina, un templo Evangélico, que estaba cerrado; le llamó la atención, por cuanto al mediodía solía tener sus puertas abiertas a la espera de algún creyente. Se quedó unos minutos mirando el espacio verde; las flores, en diciembre, estaban en su plenitud y los jazmines derrochaban el perfume al comenzar la tarde. Con su mirada, revisó que las rejas que cubrían todo el frente de la vivienda estuvieran bien acondicionadas y que, en sus extremos, las afiladas puntas advirtieran al eventual escalador la peligrosidad de su cometido. Ahora sí, abrió la puerta principal; doble llave, una común y otra con cerradura combinada.
Sabía que su esposa llegaría tarde. Fue a su habitación, cambió sus zapatos por las chancletas preferidas y sintió el alivio de sus pies cansados desde el amanecer; sus ochenta años se tenían que mostrar en alguna parte. Todo su malestar eran sus extremidades, lo que no le impedía caminar a paso lento. Después de higienizarse lo necesario, fue a la cocina y retiró de la heladera dos sandwiches de peceto, a los que les agregó una pizca de mayonesa. Un vaso que estaba en la mesada fue llenado hasta la mitad con el vino cabernet que siempre bebía, una copita al mediodía y otra a la noche. Se calentó un café y, en unos cinco minutos, terminó su frugal alimentación. De la cocina se dirigió por un pasillo a su biblioteca, donde el escritorio y una silla junto a la computadora le eran suficientes para pasar el resto del día. Al llegar a ese espacio vital, escuchó el ruido imperceptible de la lluvia, una llovizna afortunada que refrescaba la calidez de esa jornada de diciembre. Nunca se recostaba después de almorzar, así que prendió la computadora para leer los distintos correos que recibía, a diario, por sus actividades sociales y políticas. Al mismo tiempo, ordenaba sus neuronas para fumar el cigarrillo tan placentero después del almuerzo. Sus dos vicios principales, el faso después del desayuno y éste. A punto de prenderlo, se acordó de la ausencia de su mujer y decidió darse el gusto mayor: fumar en la habitación, recostado, en paños menores, con una radio que sólo trasmitía música clásica. Este era un privilegio único: eran pocas las veces que su compañera de la vida estaba ausente tantas horas y, por supuesto, no le permitía fumar en el dormitorio. Llevó el cenicero de bronce, generoso como para albergar hasta diez cigarrillos sin producir desbordes y para evitar cualquier ceniza fuera del mismo, lo que significaba el disgusto inmediato de la cohabitante. Además, tomó la boquilla de acero forjado que usaba desde su juventud; sin ella no podía fumar, por eso, tenía otra más, en caso de extravío.
Prendió el pucho, y la primera bocanada fue todo placer, y se abocó a meditar, a recordar a sus hijos, a sus nietos, a sus amigos íntimos ya muertos; a inventariar los hechos positivos de su vida, desde la infancia. Era una tarde apacible; la llovizna seguía con su ritmo. Se sentía el aroma de la tierra, esa percepción excepcional, pocas veces advertida: el olor a la tierra mojada también era una bocanada de aires puros.
A la tercera pitada colocó el cigarrillo en el cenicero. Sintió esa modorra habitual en personas ancianas. Hizo un movimiento brusco con su cabeza y pasó las manos por su rostro para despejar el sueño que se le avecinaba. Otra vez lúcido, continuó repasando otros momentos muy positivos de su prolongada existencia.
Al día siguiente, en el Templo Evangélico, el Pastor, conjuntamente con dos de sus feligreses, estaban evaluando cuánto les costaría reparar la parte del techo que había sufrido los daños producidos por el voraz incendio de la casa vecina. Pocos elementos de la casa de Don Hermenegildo habían quedado intactos; entre ellos, dos boquillas de acero forjado...
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