Irene mantuvo siempre el deseo de permanecer a su lado, claro que por vía mail, dentro del ordenador; él; solo entraba por las noches, a hurtadillas, para contactarse con su “amada”. La historia se había mantenido por ese medio, desde unos meses atrás, además de los llamados telefónicos. Las primeras huellas de la luna, marcaban la hora del encuentro. Irene, con su tez ilusionada, dibujaba la silueta de su hombre, en el mapa de la imaginación, que nunca vio, ni tocó; Juan, seguía paso a paso, los movimientos, solo para mantener en ebullición su adrenalina. Juró ser médico; con una esposa mentalmente enferma, que subsistía en un mundo de incomprensión; mientras, ella aceptaba la rutina del encanto, en la que él disfrazaba su psiquis. Las noches pasaban a ser eternas frente a la pantalla, cobijada por su ingenio, dentro y fuera de la vida real. Y así siguió, respaldando la emoción de verlo, hasta que el umbral de su paciencia, creyó entender el juego; y entonces, sus palabras dejaron de tener profundidad, para internarse al borde del absurdo; primero una mentira pequeña; luego otra; hasta que sintió la necesidad de alejarse de su vida; idea que él no criticó, argumentando tomar distancia de unos días. Después, el tiempo para Irene no fue fácil; dedicó su vida a ayudar en una parroquia, sin dejar nunca de pensar lo sucedido. De vez en cuando, sus ojos se perdían dentro de la computadora; quizás, para recordar algún destello de alegría; o tal vez, solo para encontrar un alma de verdad. Y los días se volvieron a vestir de fiesta para Irene, al conocer a Pablo, un abogado Platense, en una página de compras. Bajo su foto, la sonrisa trascendía los límites virtuales, como un trofeo inigualable; ojos claros; cabello castaño; intelectual; divertido; la mezcla justa para tratar de olvidar al anterior. Y aunque su amor platónico, fue correspondido rápidamente, por Pablo; nunca imaginó que ambos, eran la misma persona.
Ana Cecilia.
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