Desde que fue un simple embrión, cuando aún ni siquiera las infinitas partículas de esos breves segundos se proyectaban dentro de su aureola, ella tenía claro que su acotada existencia estaría nimbada por sucesos que marcarían el comportamiento de todos los hombres. Tenía referencias que en la historia habían acontecido situaciones similares, que habían quedado fotografiadas en imágenes perennes, galardones que resistían el descoloramiento del olvido. Ella aguardaba su turno sintiendo como su cuerpo iba tomando forma, los componentes se acomodaban con lentitud y sin apremio ya que sabían que todo era inmutable dentro de esos límites y ese espacio. Callada pero consciente de su gloria futura, la hora se insertó en el lugar prefijado por las edades y fue testigo de la ignición de compañeras suyas que morían despaciosamente y con un mohín de frustración en sus rostros imprecisos. La intranscendencia era una jalea insabora en donde se pegoteaban esos innumerables minutos sin fulgor, esa enorme montaña de segundos apagados, esas infinitesimales partículas que nacían y fenecían en un leve chirriar que era luz y agonía. La hora contemplaba a lo lejos la ignición de las épocas, ese lento consumirse en una hoguera incombustible en la cual se forjaban nuevos embriones que se agregaban a la fila prefijada. Era una historia sin fin en la que paralelo al nacimiento y consumación de los calendarios, nacía y moría una pléyade de seres inconsistentes que más tarde sólo serían combustible para asegurar la cadena de la existencia. En rigor, no había más que sombras conjugadas en una noche eterna, sólo interrumpida por minúsculas partículas luminosas, esferas indivisibles en las cuales se hacía realidad lo que en general no era más que silencio inmutable. Los hombres, esos bichitos inquietos, conseguían darle sentido a sus fugaces existencias, midiendo convencionalmente lo inmedible y de ese modo creían domeñar el caos original, la nada latente que se avizoraba en los abismos del universo.
Cuando la hora precedente ya se había desgranado en todas sus partes, cuando el último de sus segundos expiró para darle aliento a la primera partícula de tiempo que era la avanzada de esta hora que se sabía importante, los sesenta minutos que la componían se extendieron libres y precisos sobre su territorio prefijado y pasaron a ser el alimento esencial para esos seres que lo devoraban con la inconsciencia del que se cree a salvo de toda inexactitud. Algunos hombres, muy al tanto de la celeridad con que se consumía esa especie de intangible regalo, trataban de conseguir metas, luchar por algo plausible, imperecedero. Otros seres sólo naufragaban en ese hartazgo de minutos y se dedicaban a estrangular cada partícula de ese tiempo que se les brindaba y que lo desaprovechaban miserablemente.
El tiempo no puede asemejarse a un corazón que marca cada latido con un sonido apagado ya que es inaudible o sólo puede escucharse en nuestra conciencia. No crean ustedes que el tiempo se mide por el tictac del reloj, no. Ese sonido no es sino la evidencia de la patética finitud de los mortales. Pues bien. Bajo esos humanos parámetros, nuestra hora se fue desintegrando poco a poco, transformándose en retazos de su propio recuerdo. Minuto a minuto y segundo a segundo, se fue cremando en los alto hornos de los devenires para resurgir acaso mucho más tarde transformada en otra unidad de tiempo. La hora comenzaba a intranquilizarse puesto que los acontecimientos que la harían imborrable no surgían ni en la mente de los hombres ni en los ritmos de la devastadora naturaleza.
Pero un hecho que se mantenía larvado en la pereza de los siglos, comenzó a corporizarse lentamente, enfundado en esos minutos concluyentes, acentuando su ritmo y produciéndose un cambio radical en la mentalidad de los hombres. Entonces, a caballo de los últimos minutos de esa hora predestinada, se sucedieron implacables, ineludibles, latiendo al unísono corazones y máquinas. Cuando la última milésima de esa hora hubo acallado su son, la historia de la humanidad había experimentado un giro rotundo, decisivo. La hora se consumió al fin con un guiño que alguien ajeno a todo este engranaje pudo interpretar como simple complacencia…
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