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Apumayta y el condor (cuento)



Apumayta observaba ensimismado el horizonte. En sus oscuros ojos se reflejaba el ocaso. Para sus sentidos en ese momento el sol era una gran llaga ardiendo, destinada a perecer en breves minutos igual que él. Suspiró amargamente una onda pena se desbordaba de su desconsolada alma solitaria. Una profusa bocanada de aire frío lo abstrajo en un monólogo cargado de frustración y rencor, dirigido al mentor del altiplano y la vida existente ... el omnipotente Inti.
Con el corazón acelerado, lágrimas compulsivas corrieron copiosamente por su rostro cobrizo. Desde pequeño siempre había odiado su posición dentro de la sociedad Inca. Él anhelaba ser un gran guerrero pero, en cambio, su futuro solo le prometía un puesto de insignificante hatunruna, como lo habían sido toda su ascendencia desde que Manco Cápac inició su reinado en los majestuosos andes. Tomó su rostro con ambas manos y se arrodilló. Luego de meditarlo por última vez, levantó su arma filosa para acabar con su irrelevante y desdichada vida. Estaba a punto de hacerlo. Cuando una voz estrujada retumbó a su espalda haciendo estremecer el milenario “mirador”.
-¡Detente Apumayta ... Veré que puedo hacer por ti!-. Un cóndor inmenso y viejo lo observaba con compasivos ojos, tras un pico tan grande como una chaquitaclea.
-No eres igual al resto de mortales – Prosiguió- no te has conformado con tú destino. El pastor retrocedió varios pasos. Estaba fuera de si, con la inesperada aparición que le caló hasta los huesos.
-¡Detente no te asustes... no te haré daño!
-¿Qué es lo que deseas, gran ave?- contestó el mozalbete con voz entrecortada producto del nerviosismo.
-Solo que me alimentes. Estoy agotado ... Vengo del cielo. Es un largo viaje. Tranquilizado los ánimos, el infeliz accedió a complacer a la inusual aparición. Mientras la gran quimera se alimentaba con tres de las más grandes y gordas llamas. El sol sucumbía en el horizonte, destellando fulgores rojizos que les dió una espectral imagen.
-Reafirmó mi promesa, en poco tiempo cambiara tu fortuna, generoso amigo”- le dijo el cóndor. Fuertes remolinos de aire se originaron con los primeros aleteos del ave que remontaba vuelo y se perdía en el horizonte, hoy oscuro como el ébano, después de extinguirse la antorcha del sorprendido mancebo, que por horas permaneció en el lugar de los hechos, tratando de convencerse de que todo era un mal sueño.

Los días transcurrieron sin novedad por muchos meses, hasta que una tarde la pequeña provincia rebosaba de jubilo, motivada por la presencia del mismísimo Inca “Viracocha”. Este apareció rodeado de un sequito de fornidos y bien armados hombres. La estampa del monarca impactó al joven, que no pudo evitar mirarlo. Él divino quechua brillaba, su traje de oro formaba pequeños arco iris al incidir la luz solar sobre él. Los habitantes yacían en el suelo dando reverencia al supremo monarca, mientras que el Inca, suspendido en su litera dorada, se dirigía con estas palabras: ¡Necesitamos a los más valientes jóvenes para ir a la guerra, los voluntarios síganme, que les espera la gloria de luchar al lado del Sol, nuestro Dios ... mi padre!
Una centena de muchachos fueron escogidos por el viejo curaca. A la mañana siguiente enrumbaron felices tras inconsolables lágrimas maternas. Formaban serpenteantes figuras por los empinadamente largos caminos Inca, rumbo al Cozco “El ombligo del mundo”. Sus pasos retumbaban en los desfiladeros próximos desprendiendo ecos rítmicos que los envolvían en un verdadero trance hipnótico. El incario se enfrentaba con los más aguerridos enemigos que jamás enfrentaron: Los Chancas. Todos sin excepción probaron su valor en el tradicional “Huarachicuy”, donde solo los mejores obtuvieron el “Huara”, gracias a su determinación y destrezas físicas. Los que no lo consiguieron regresaron a dedicarse a las labores de siempre... sus tierras y el pastoreo. En las filas del ejercito más poderoso del mundo conocido no había sitio para los débiles.

En los meses siguientes, Apumayta aprendió con gran prestancia el uso del escudo y, con singular maestría, el de la porras y la lanza, esto le hizo de un nombre dentro del nuevo regimiento. Partieron una brumosa mañana. Los intentos de los diplomáticos fueron infructuosos, los Chancas no querían la paz ni la bendición del Inti. Veinte mil almas bien armadas enrumbaron tras su señor. Los Haráuec recitaron en todo el trayecto poemas que exaltaban las victoria pasadas y recordaban a sus grandes héroes, mientras que tañidos de tambores y quenas llenaban sus espíritus de valor. En el trayecto fueron extendidos puentes de maguey. Los inexorables acantilados andinos no serían obstáculos para las huestes del Sol. Tras muchas leguas recorridas se detuvieron frente a un hermoso valle donde se les ordenó estar alerta, a las ordenes de los generales.
El Astro Rey se encontraba en su cenit y en los cerros colindantes un gran tropel de Chancas aguardando sus respectivas ordenanzas. El Villac Umuc soplaba enérgicos sorbos de chicha al cielo en todas las direcciones, a la vez que sostenía frenéticamente numerosas hojas de coca en la mano izquierda. El ayudante degolló una llama y todo el ritual quedó consumado.
El pututo retumbó con un largo rugido dando señal de atención. Las ordenes fueron trasmitidas a los oficiales encargados y se inició la arremetida ... El momento tan esperado había llegado.

¡Al ataque valientes incas ... El Sol está de nuestra parte! fue la orden. Una multitud aullante avanzaban en dirección al enemigo. Los gritos reemplazaron al temor y el coraje a la duda. De ambas faldas miles de hombres corrían, blandiendo sus pétreas armas en dirección a su incierto destino: la gloria o a la muerte.
Apumayta fue uno de los primeros en llegar al centro del valle. Derribó con un mortífero golpe en la cabeza a su enemigo, que convulsionaba en el piso con la frente rota con tres profundos hoyos. Rápidamente, con movimientos que más que humanos parecían felinos, atravesó a otro con su lanza cuando iba a ser sorprendido por la espalda. A un tercero le destapaba la cabeza con su potente y certera honda. La batalla era larga y cruenta... Roca y metal contra hueso y músculo. Cabezas hechas añicos, cuerpos mutilados eran el panorama mientras avanzaba el tiempo. Los gemidos retumbaban en todas direcciones, un hedor penetrante se hacia cada vez más insoportable producto de la maceración solar de los cadáveres. La batalla cesó con la caída del sol. Los Chancas al verse vencidos, retrocedían despavoridos en dirección a las altas montañas, dejando desguarnecidas su principal cuidad. La mortalidad de los quechuas fue numerosa, varios generales habían perecido abrazando el ideal expansionistamente divino. Miles de heridos fueron auxiliados en el campo de batalla con “mulli”-su hierba antibiótica- previniendo infecciones letales. El Inca observó en batalla al pastor-guerrero y le causó gran admiración ver un plebeyo pelear como un verdadero noble. Lo hizo llamar y lo convirtió en un oficial menor. Rápidamente Apumayta siguió cosechando admiración y respeto, muchas provincias chancas cayeron bajo la dominación Inca en los meses siguientes, y él siguió ascendiendo hasta que fue conocido como el “Gran Apumayta ”. Cuando se venció por fin toda posible insurrección chanca, las momias reales enemigas se trasladaron al Cuzco, su nuevo eje religioso. Entonces el trabajo fue relevado por los Mitimaes, reubicados para colonizar el nuevo territorio, implantando la religión y la ley Inca.

El “Gran Apumayta ”, hoy famoso y querido por sus soldados, luego de muchos años de guerrear, ostentaba un rango envidiado por muchos nobles. Tenía la amistad del emperador solar, comía en su mesa, donde dábale consejo. Fue encargado de su seguridad personal. Función que cumplió por muchísimo tiempo. Como nunca en la historia del Imperio, se había visto dar tanta fe a un pobre pastor.
Una aciaga madrugada, mientras descansaba el divino Viracocha, su sobrino favorito irrumpió furtivamente en el recinto real. Estaba a punto de quitarle la vida al insigne soberano con un filoso cuchillo de bronce, cuando un destello lunar que incidió en la filosa arma llamó la atención del ahora general Apumayta , que como costumbre rondaba a sus centinelas. Estaba muy lejos para evitarlo, muchas ideas recorrieron rápidamente por su mente. Una lanza que estaba en el lugar del escolta fue arrojada por su aún dura complexión. Dió a parar en la espalda del desgraciado que cayó de bruces encima del sorprendido emperador.

El Inca nunca llegó comprender la actitud de su sobrino, sumiéndolo en una honda pena. El salvador recibió muchos títulos y favores. Uno de ellos fue otorgarle su provincia natal, convirtiéndolo en curaca, de donde mantuvo comunicación frecuente con su monarca y amigo. Los chasquis eran los encargados de traer y llevar obsequios de la provincia, que con los años se volvió prospera como nunca antes. Sus hijos, que fueron muchos, se educaron en el Cozco, como las grandes familias, y de ellos descendieron grandes funcionarios reales, amados por su pueblo al igual que su padre.

Cuando llegó a ser muy anciano, una enfermedad lo postró por meses en su lecho, con fiebres que lo hicieron delirar por largos e interminables días. El Inca lo visitó en repetidas ocasiones, preocupado por su deplorable salud. Una tarde inesperadamente Apumayta se puso en pie. Pidió a sus hijos ser llevado al “Mirador”, generando esto una perplejidad única en palacio. Se sentó placidamente en su litera dorada, uno de los numerosos obsequios reales, y ordenó ser dejado sólo.
Pronto se sumió en un hondo e imperturbable recuerdo, admirando una vez más el ocaso como lo había hecho desde siempre. Una voz conocida y guardada por años en su memoria recobró vida a su espalda -Le dijo cálidamente-: “Oh mi valiente Apumayta ¿A qué le temes? ¿acaso a la muerte? ... ¿Sabes que no la puedes burlar dos veces, verdad? Hoy no atentarás contra ti como alguna vez lo quisiste hacer... A cambio me acompañaras. Te prometo que esta noche estarás frente a tu Inti, al que todo le debes.- “Si, viejo amigo, hace mucho que ya te aguardo”-contestó el viejo Apumayta - enjugóse maquinalmente los ojos . En su rostro se mostraba la tranquilidad del hombre que lo ha vivido todo. Nos dejó al unísono con la caída del Taita Sol en las antípodas, hace ya muchísimo tiempo ...
Se dice que esa pena mató al Inca, que pronto fue en compañía de su entrañable amigo, trasportado por las alas del viejo cóndor, rumbo a la eternidad.
Apumayta Dónde estás señorG






Texto agregado el 28-08-2005, y leído por 442 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-03-2007 maravilloso5* neison
 
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