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Quedé extasiada al contemplar sus ojos profundos y serenos como pozos de agua cristalina, que ayudados por la luz contrastaban en el suave bronceado de su piel. Sus cabellos dorados, levemente ensortijados evocaban la brisa de la playa e incitaba incluso al poco aire del recinto a acariciarlo suavemente y deleitarse con su aroma. Y su cuerpo, ni que decir de su cuerpo esbelto y atlético cual Coloso de Rodas, en el que mis manos soñaron posarse totalmente, recorrerlo entero, sin que quedara un solo lugar por colonizar y en el que mi boca deseó regocijarse saboreando cada gota de néctar que emanara. Tal vez actor o modelo, en fin, la figura perfecta, el galán con el que cualquier protagonista de novela soñaría hacer las mejores escenas de cama, el solo mirarlo era un orgasmo cósmico.
Apreté suavemente su mano en la presentación formal, deseando disfrutar en el roce de sus dedos las caricias que anhelaba, y al entrar en contacto, el fuego se fue apoderando de mi instinto acrecentado por el licor que envolvía el ambiente y enfilé baterías al coqueteo pertinente para la conquista, pero el frío y resplandeciente metal que rodeaba el dedo anular de mi mano derecha me devolvió a mi triste pero ya aceptada realidad de mujer casada.
En un pequeño intento de honestidad, movida por la confianza que dan los años de convivencia, en un susurro casi jadeante, confesé a mi pareja mis sentimientos: -Está divino, ¿verdad?-, exclamé con cierto rubor en el rostro y algo de remordimiento en la conciencia abandonando con estas palabras cualquier intento de infidelidad.
Me dirigí al lavado buscando aplacar con un poco de agua mis hormonas, humedecí mis manos y mi cuello, y habiendo aquietado la hoguera, me dispuse a retomar el lugar abandonado en el festejo. Al final del pasaje que conducía a la parte posterior de la casa, confundiéndose en la penumbra, dos cuerpos entrelazados se fundían en besos y caricias apasionadas irradiando un grito silencioso que reclamó en tenue desespero mi atención; sintiendo un poco de envidia pensé en alejarme sigilosamente para no incomodar a la feliz pareja y dejarla disfrutar de este modo la tranquilidad del goce de Cupido, pero la curiosidad mató al gato y de paso a mi también. Siguiendo el impulso del instinto me fue imposible evitar detenerme un instante a mirar el rostro de los enamorados buscando tal vez en ellos la luz que irradia el frenesí, o mejor aún, el chisme y el comentario que animara un poco el tedio de charlas interminables propias de las reuniones como esa, a las que acostumbraba a acompañar a mi esposo.
No sé si fue horror o simple asombro, mi cuerpo se convirtió en iceberg y a pesar del esfuerzo exigido por mi mente de salir corriendo y evadir la realidad, se rehusó a moverse en un esfuerzo valeroso de afrontar la situación y exigir con su presencia alguna explicación que la aclarara. En respuesta a ello mis oídos, aislando la estridencia del entorno, solo escucharon la voz de mi consorte en tono poco usual y desafiante: -Tienes razón querida, ¡Está divino!-. Ahora, los tres compartimos este amor.

Texto agregado el 28-08-2005, y leído por 122 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-09-2005 Los instintos, los instintos, cuán peligrosos que son los instintos... Lug_Pizarnik
28-08-2005 Excelente, ojalá yo hubiese ido a esa fiesta. matteos
 
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