- ¿Lo quieres con limón? -preguntó el hombre.
- No -respondió tajante.
Estaba sentada a la mesa. Tenía unos ojos azules, congestionados, que vagaban más allá de las cosas. De vez en vez contemplaban, a través de la puerta y ventana que daban al balcón, la luz agonizante del crepúsculo y los intermitentes relámpagos. El aire olía intensamente a lluvia. Permaneció inmóvil, concentrada en sí misma; cerró los ojos. Le llegó el sonido de las cucharas y las piezas de porcelana destacándose sobre un rumor de pies descalzos. Cuando los abrió, ya él estaba sentado frente a ella y le alcanzaba una taza.
Ella suspiró largamente.
- No hay nada que hacer, entonces -dijo.
El hombre la miró alerta.
- Eso -tomó un sorbo y añadió-: no hay nada más que podamos hacer.
- Tengo unas ganas locas de verlo -dijo ella-, de saber algo de una vez.
- Debemos esperar.
- Sólo eso... esperar.
- Es lo único que podemos hacer, por ahora -le dijo y señaló la taza- ¿Quieres tomártelo?
Bebieron el té en silencio. Afuera llovía.
Impasible, estuvo escuchando el sonido de la lluvia. Luego se levantó y fue al balcón, se asomó a la calle, al estremecimiento de los árboles, al brillo del agua sobre los cristales. Miró sin interés y cerró puertas y ventanas.
Regresó a la sala.
Ahora estaba una vez más frente a las paredes desnudas. En el lugar de siempre encontró los búcaros con sus flores plásticas, los libros y discos de acetato. Había una fina capa de polvo sobre la superficie de los muebles.
No se detuvo en el portarretratos.
El hombre fue a acompañarla y llevo té y cigarros. Le brindó.
- No -dijo ella y agregó- ¿Sabes? Hoy estuve en la biblioteca.
- ¡¿Hoy?! ¿No estás aún de certificado?
- Sí, todavía estoy de certificado médico.
- ¿Entonces? -dijo él
Se miraron a través del humo azuloso.
- Fui a buscar datos.
- No me dijiste que irías a la biblioteca.
- Total. No encontré lo que buscaba.
- ¿Y qué buscaste?
- Algo sobre la corriente del Golfo, el estrecho de la Florida... o el sur de Guantánamo.
- ¡Por Dios! No sigas ¡No sigas con eso!
- ¿Por qué? ¿Por qué no sigo?
- ¡Porque con esas manías no vas a resolver nada! ¡Nada!
- ¿Fuiste al médico? -preguntó él.
- Sí -respondió ella con desgano.
- ¿Fuiste?
- Sí fui. Y le dije que me iba a calmar, que me iba a convertir en una madre especial, aunque él no esté...
- ¡No vuelvas con lo mismo!
- ...que me iba a tomar las medicinas y a dormir a mi hora y a comérmelo todo...
- ¡Basta de una vez!
- ... y que iba a decir: gracias, por favor, de ninguna manera...
- ¡He dicho que basta! ¡Cállate de una vez!
- ¡Es mi hijo! - el rostro de la mujer era una mueca indefinida de risa o dolor.
El hombre se mesaba con rabia el pelo corto y encanecido; parecía no escucharla.
- ¡Es mi hijo! -repitió sin aliento.
- ¡Y mío, coño! ¡Y mío! -dijo y se levantó- ¡Y mío!
La dejó sola.
Al rato apareció él. Se había vestido y taciturno, con las manos en los bolsillos, la miraba.
- ¿Adónde vas? -le preguntó extrañada.
- ¿No te lo imaginas? -preguntó él a su vez.
- No.
- Necesito descansar. Necesito dormir.
- ¿Me dejas sola? -fue casi un ruego.
- No me das otra opción.
- Entiendo.
- Si yo me enfermo, ¿has pensado lo que sucederá?
- No, es decir... -se agitaba buscando una respuesta.
- Tengo que descansar y relajarme... ¡es lo único que te pido!
El hombre seguía de pie, distante.
- Entiendo -dijo ella.
- ¡Quiero vivir!
- Entiendo -volvió a decir, resignada.
- ¿Me quedo?
En el párpado derecho del hombre apareció un tic nervioso.
- Quédate, por favor -ella miraba el piso.
- ¿Te tranquilizarás?
- Sí.
- ¿Te las traigo?
- Sí, tráeme las pastillas. Las necesito.
Estuvo a su lado hasta que ella terminó con el vaso. Después se cambió y fue a la sala a hojear las revistas de siempre con la misma parsimonia de otras veces.
De vez en cuando la observaba: seguía muy quieta, en la butaca, con los brazos cruzados sobre sobre el pecho, como si un frío hondo le atenazara los huesos.
Se fijo en sus ojos: eran azules y congestionados y se extraviaban más allá de todo.
- Me quedaré un rato en el sofá -dijo la mujer.
- Está bien -dijo él.
- Dormir un rato en el sofá me relaja.
- Descansa, duerme un rato.
El hombre fumaba y asentía pensativo.
- Si llaman por teléfono cuando esté dormida ¿me avisarás?
- Por supuesto -respondió él.
- Algunas veces deseo que el teléfono suene todo el día.
Se removió inquieto en la butaca; siguió fumando.
- Quisiera que su voz me sorprenda -dijo ella.
- También a mí me gustaría.
- Que me digan llamada desde Costa Rica, desde Panamá... desde Miami.
- Ya sabremos algo de él -dijo-. Hay que esperar, mujer.
- ¡Esperar!, claro, pero bueno...
- Mañana vuelvo a casa de Solanas -la interrumpió.
- ¿Habrá llamado a su gente allá?
- Mañana iré a verlo de nuevo, ¡nunca se sabe!
- Viejo -dijo ella.
- ¿Dime? -preguntó él.
- Viejo, no me dejarás, ¿verdad?
- Claro que no, nunca.
- ¿Nunca?
- Nunca.
- Discúlpame por todo.
- Sólo haz lo que te dijo el médico.
- Trato, trato de hacerlo, viejo.
- Y recuerda que debemos ser fuertes, ahora.
- Voy a ser fuerte -dijo ella y añadió-. Te lo prometo.
Cuando levantó los ojos de la revista, supo que ya estaba dormida. La vio tendida de perfil sobre el sofá, con las piernas recogidas y los brazos sobre el vientre. Algún mechón de su pelo le desdibujaba el rostro. Pudo, no obstante, ver el entrecejo fruncido y las diminutas venas que recorrían sus sienes.
Fue al balcón. Estuvo contemplando la ciudad y el silencio intacto de la madrugada. Por encima de algunos edificios, más bien bajos, encontró el mar: era sólo una mancha imprevisible.
Volvió a la sala. Trató de acariciar el portarretratos pero las manos se le rebelaron, temblorosas.
Súbitamente, sonó el teléfono: era un equivocado.
Escudriñó a la mujer tratando de encontrar, en vano, alguna alteración del sueño. Cogió la taza, ya fría, y el sorbo le dejó una mueca amarga en la boca.
Apagó las luces.
Sólo se escuchaba el sonido adormecedor de la llovizna. |