Desde mi posición en esta elevada terraza que domina el dantesco territorio, veo mares de fuego, montañas de azufre y cielos negros. Y recuerdo aquel doloroso momento en el que destino, cruelmente, nos separó.
Las lágrimas de la ciudad se mezclaban con las mías; las hebillas de mis zapatos, antaño limpias y radiantes, estaban herrumbrosas por la falta de cuidados; el cabello lacio y despeinado; las ropas sucias y rotas. Hacía mucho que había perdido la noción del tiempo, tanto que no sabría determinar cuanto anduve vagando por aquella calles, con tu nombre en mis labios, pero sin atreverme a pronunciarlo. Víctima de mis pecados, caminaba a la deriva. ¡De qué locura era presa! Buscando en el dolor la redención, en el sufrimiento una cura, una medicina que no era sino la muerte.
En el callejón el viento nacía en cada esquina. Era grande y no ofrecía ningún abrigo ni al mendigo ocasional, ni al vagabundo existencial. La lluvia helada resbalaba por mi piel, pero no tenía frío alguno porque había aprendido a combatir los elementos en mis viajes a Oriente. Pero ay, aquellos viajes que no eran sino el fruto de mi descontento con el mundo, en una época en que el dolor tenía una labor lúdica y didáctica; y aquella época pertenecía al pasado.
Aquella noche la melancolía se había apoderado de mí. Y esa música que siempre había oído(¿Te acuerdas de ella?), un lánguido y lejano violín, cuyo intérprete era el mismísimo amo del mundo, el carcelero que nos tenía cautivos en este gran ataúd de maderas pintadas al fresco. Prisioneros e ignorantes de un conocimiento. Una verdad que destruía a quien la buscaba y mataba a quien la encontraba. Tal conocimiento fue el que yo busqué... y lo encontré.
Cuánto deseé volver a ser el de antes, y tener un techo bajo el que poder imaginarte en la oscuridad, sólo con la ayuda de la luz de la luna. Con la de velas entre hojas de laurel y pétalos de rosa. Entre paredes de suaves colores pastel, sujetas por enredaderas a un techo con los hijos bastardos de los dioses pintados sobre él.
En cada sombra te adivinaba, con cada sonido creía oirte, y tu fragancia dominaba mi mente de tal forma que siempre tenía la sensación de que iba a hallarte a mis espaldas. ¿Me puedes observar ahora, aquí donde espero el fin del mundo? Lo hagas ahora o no, has de saber -oh, mi única reina- que en ningún momento ha merecido nada la pena en esta vida excepto tú. Eso es lo que realmente me mató aquella noche, el no tenerte a mi lado. Lo que me ha arrojado a este tormento en el que la soledad es la peor de las torturas y es la que hace enmuducer y desaparecer cualquier otro dolor.
Y aquella noche me sentía impotente e incapaz de hacer algo que no fuera mezclar mis lágrimas con las derramadas por los dioses. Escondido entre las sombras que proyectan los lúgubres portales del callejón en el que me moría, azotado por el viento y olvidado por la humanidad.
Desde mi posición en esta elevada terraza que domina el dantesco territorio, veo mares de fuego, montañas de azufre y cielos negros. Y espero la llegada del fin del mundo, cuando infierno y cielo sean uno, y tú y yo nos podamos volver a unir. |