Eres una gubia que dibuja en mi corteza de balsa caminos por donde llega la alegría.
Conchita de caracol, haces eco de tu alma de océano cuando te acerco a mi oído; te quiero, pichón absoluto de todo. Eres centro de todo porque todo lo puedes percibir.
No hay meridiano del globo que tus faros de hombre maíz no alcancen a ver, y sin embargo, frenas tus agujas y vives contando una metáfora por vez. Por eso me provocas tanta ternura, hijo cacao del rey sol; tú me haces comprender todo.
Acompáñame en los días más cercanos a tu luz naciente. Eres la mitad de Islandia que brilla cuando dejas contemplar tus patios de marfil, cuando se abren las puertas palpitantes de tus labios y yo en cambio, quisiera cerrarlas aunque sea un ratito sobre mi cara de haya, que se pone roja tan solo con tus pisadas de alegría.
Tienes el libro del mundo en tus raíces, durmiendo en el cuartito gris del subconsciente. Por eso es que no sabes negar y no sabes tampoco cómo explicar, que tu cara con pucheros es un pequeñín judío en blanco y negro con una bala roja que le atraviesa el pecho.
Vives todo el tiempo las etapas de la infancia. Freud nunca paso por ti, o pasa recurrentemente; tus mañas nacen diariamente: hoy mirar a todos lados, mañana chuparte el dedo, y hace dos días tocabas con el brazo a toda la gente. Caminas lejos por tus bares y tus puentes de universidad, pero, por ejemplo hoy, nos imaginé andando por el Centro, dispuestos a almorzar en el Café Baralt, y entonces me pareció un gran número entero la totalidad esa tuya, de poder estar allá y acá al mismo tiempo, de poder estar comiendo camarones resignados con cara de quemas?morí, y sin embargo, estar aquí conmigo soñando con levantarnos del piso y caminar hacia el mar, gritando con el cuerpo ¡somos libres! para esconder el hecho de que de hecho, nos da miedo que nos pesquen.
Entonces en esas -y otras imágenes- vi el mundo. Fue como si nunca me hubieran nublado los ojos, como si tu naturaleza de maíz omnividente hubiera pasado su mano por mi y listo, todo estaba claro. Y en ese claro vi que el centro del mundo es mas bien como si no tuviera centro, sino una infinidad de diámetros que lo atraviesan, y radios, cuerdas y tangentes.
Me mató lo grande, lo magnánimo, lo imposible que parece creer que las piedras de las calles también se acordarán de nosotros, aun cuando cerremos los ojos, aun cuando los que piensan en nosotros cierren los ojos.
Y fue peor, cuando imaginé que me tomabas de la mano entrelazando nuestros dedos, jugando con mis falanges, y yo me di cuenta que es una barbaridad esta realidad en que yo existo, tú existes y nos podemos pensar si queremos.
Pero lo mas bárbaro y más irracional, y a la vez divino y eterno y más bello de todo, es que yo pueda entender esta pluralidad de cada cosa del mundo, con solo acercarte a mi oreja, pichón de caracol, y que a ti se te ocurra cerrar tus labios en mi mejilla.
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