El caballo ha sido, desde tiempos remotos, el principal medio de transporte terrestre con que ha contado el hombre; también fue un eficiente instrumento militar y un camarada inseparable en los largos periplos compartidos durante las guerras de conquista. Bucéfalo y Babieca, por nombrar a dos de los pingos más famosos de la Historia, se convirtieron en personajes legendarios al acompañar a sus jinetes, Alejandro Magno y Rodrigo Díaz de Vivar (El Cid Campeador), en las extenuantes cruzadas que ambos encararon, uno atravesando el Cercano y Medio Oriente y el otro en la península Ibérica, antes y después del inicio de la Era Cristiana respectivamente. Tal era el prestigio atribuido al animal que la sociedad consideró, durante centurias, que aquel guerrero que dispusiera de un caballo podría ser designado caballero, distinción conferida por los monarcas que, junto a la propiedad de la tierra, constituía el requisito básico para obtener un título nobiliario que, de ahí en más, heredarán sus descendientes sin solución de continuidad.
Dada la importancia alcanzada por esta noble bestia, los antropólogos atribuyen el desenvolvimiento ascendente de las antiguas civilizaciones euroasiáticas a la temprana disponibilidad del caballo con que contaron dichos pueblos, mientras que, por el contrario, tanto en el continente americano como en África, la ausencia de un animal de ductilidad comparable al equino habría condenado a sus habitantes a perpetuarse en estadios más primitivos de la evolución social. Sea cual fuere la opinión que merezca este diagnóstico, lo cierto es que el caballo cumplió un rol decisivo a lo largo de la historia universal, desde los albores de la formación de la sociedad humana hasta bien entrado el siglo XX.
La Argentina, territorio de extensas praderas para recorrer dentro de sus dilatadas fronteras, fue desde tiempos inmemoriales un escenario adecuado para que este leal cuadrúpedo, tan apreciado por aborígenes y conquistadores, por criollos y foráneos, ocupara un lugar de privilegio en casi todas las actividades, en especial la militar, desde la época colonial en adelante. En el terreno historiográfico también señorea el magnetismo adjudicado al caballo; por ello, todo prócer que se precie cuenta con su estatua ecuestre gallardamente instalada en algún paseo público de la República. Como irónica muestra de la fama alcanzada, basta recordar la tautología humorística referida al “color del caballo blanco de San Martín”, acertijo popular que involucra a un potro que nunca existió; o bien, más cerca en el tiempo, al fotogénico caballo pinto del general Perón, quien, no obstante haber sido oficial del arma de Infantería, gustaba retratarse de impecable uniforme montando uno de estos imponentes bichos.
El que sí tuvo existencia real y protagonizó anécdotas que fueron tornándose en leyenda con el correr de los años, fue el caballo moro de Facundo Quiroga, al que le atribuían ciertas habilidades difíciles de concebir entre dichos seres irracionales. En efecto, el corcel no sólo era una cabalgadura excepcional para quien lo montara; es decir, un animal adiestrado con gran esmero, capaz de realizar sin desmayar largas travesías y, además, de participar activamente en los rudos entreveros que tenían lugar en los campos de batalla. A su vez, con gestos que su dueño sabía decodificar, el caballo le daba su opinión acerca de los próximos pasos a seguir, le recomendaba las decisiones a tomar y le advertía de las acechanzas que debería vencer, neutralizar o esquivar. Incluso -según cuentan los más exagerados- le pronosticaba el dividendo (o el quebranto) que obtendría de los negocios que éste encaraba, anticipaba el resultado de las partidas de naipes que jugaba, incluso diagnosticaba la predisposición favorable al acercamiento o al rechazo que recibiría de parte de la dama a la cual cortejaba.
Siguiendo con las versiones de los cronistas de la época, en el campamento del general Quiroga el Moro (o Piojo, como también lo llamaban) ocupaba un lugar destacado en el seno del Estado Mayor, cuerpo deliberativo que definía la estrategia militar de la fuerza montonera. Tal es así que el caballo se habría opuesto a que el caudillo combatiera en La Tablada (1829), batalla que representó, a manos del unitario José María Paz, una rotunda derrota para la causa federal. Según relata este último, horas antes del choque, sus propios oficiales se mostraban inquietos y temerosos por el inminente enfrentamiento. Y no era para menos: decían que Facundo actuaba según las indicaciones y por los consejos de un caballo que se las sabía todas y, por si esto fuera poco, el caudillo venía secundado por tropas de soldados con poderes sobrenaturales que se convertían en “capiangos” (monstruos mitológicos mitad hombre y mitad yaguareté) durante el fragor de la lucha.
A pesar de estas supuestas ventajas que otorgaban temible reputación al llanero, el ejército federal fue derrotado y los unitarios, durante una breve temporada, consiguieron controlar el centro y el norte del país. En tales circunstancias, Aráoz de Lamadrid invadió la provincia de San Juan y se apoderó del caballo moro, el cual, luego de algunas idas y venidas, terminó en manos de Estanislao López, el poderoso gobernador santafesino que profesaba gran inquina al riojano; sentimiento que era correspondido con creces por éste. Fue suficiente que Facundo se enterara del nuevo destino de su caballo prodigioso para que reclamara con vehemencia la devolución del animal. Ante las respuestas dilatorias y vagas del ocasional poseedor del ilustre pingo, su ofuscación fue en sostenido aumento y cortó, de manera intemperante, toda relación con el gobierno de Santa Fe, con el que compartía la responsabilidad de garantizar la paz en las provincias del interior.
Dado el cariz que adquiría el conflicto entre ambos gobernantes, el mismísimo Juan Manuel de Rosas intercedió para obtener la devolución del mentado caballo, y trató de poner fin a un entredicho que amenazaba con quebrar el trípode de poder conformado por el riojano, el santafesino y el bonaerense. Tomás de Anchorena, figura prominente del entorno del Restaurador, atónito con la turbación que evidenciaba Quiroga por el animal que consideraba aviesamente sustraído, ofreció reponerle en dinero el valor de la monta perdida o, en su defecto, proveerle en reemplazo alguno de los mejores ejemplares de los potreros de su propiedad. Su amigable propuesta sólo consiguió incrementar la ira de Facundo, quien, sintiéndose burlado y desairado al sospechar que los demás no le daban al asunto la importancia que él le asignaba, renunció a su condición de comandante del Ejército Federal, del cual López era General en Jefe y, por un tiempo, muy contrariado se recluyó lejos del entorno político que, por entonces, dirigía los destinos nacionales.
El “Tigre de los Llanos” nunca recuperó el caballo oscuro que tanto valoraba. Estanislao López, por su parte, con el presumible objetivo de azuzar la ira de su contrincante, le mandó a decir a Rosas que no entendía por qué se hacía tanto alboroto por un “mancarrón que no vale ni cuatro pesos”, como lo calificó despectivamente en una de las cartas intercambiadas con motivo del absurdo incidente. Por cierto que tampoco hizo referencia alguna a las supuestas virtudes sobrenaturales del animal que Quiroga echaba de menos.
Cabe agregar que tres años después de ocurrida esta anécdota, Juan Facundo Quiroga caía asesinado en una emboscada tendida en Barranca Yaco (1835). López, quien no habría sido ajeno a la urdimbre del crimen, sobrevivió a su adversario apenas tres años más. En efecto, en 1838 murió fulminado por una tuberculosis que había contraído cuando perseguía, por la llanura litoraleña, a las tribus de indios alzados que hostigaban la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz. Con ambos fallecimientos sucesivos desaparecieron los dos principales obstáculos que impedían a Rosas asegurarse la suma del poder público y, a continuación, erigirse en dictador absoluto de la Nación.
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EPISTOLARIO ENTRE PRÓCERES POR CULPA DE UN CABALLO.
Buenos Aires, 14 de diciembre de 1831.-
Señor Don Estanislao López
Distinguido compañero y amigo querido:
Su carta fecha 24 próximo pasado de noviembre a que me acompaña original la renuncia del General Quiroga, y en copia lo que de oficio ud. contesta, me ha dado el mal rato, que también dio a ud. la misma renuncia. Parece que estuviéramos los Federales destinados a no tener un día de gusto cumplido.
El mal rato para mí ha sido tanto más sensible cuanto que por consecuencia a nuestra amistad no debo callar el motivo a pesar que quisiera ocultarlo, porque al saberlo ud. estoy seguro que tendrá una nueva impresión desagradable.
Con razón sospechaba ud. que con alguno de los dos era con quien el señor General Quiroga tiene, o le han hecho concebir, motivos de disgusto. En efecto, él en su carta me habla con franqueza, y me dice que no es la enfermedad la que le ha movido a renunciar, sino el ver que sus intereses son declarados buena presa por amigos y enemigos.
Alude esto a un caballo obscuro que le extrajo La Madrid de San Juan, pérdida que según se explica sentía más que la de toda su fortuna: dice que en Córdoba dijeron a ud. que el caballo pertenecía a él, y que aún habiendo habido quien se ofreciese a llevárselo, contestó a este ofrecimiento poniendo en duda que fuese del General Quiroga el caballo. Que al llegar a Catamarca fue que tuvo el aviso de hallarse en poder de ud., y sintiéndose desairado porque aún en medio de dudarlo no se lo hubiese ud. escrito, estuvo ya a punto de dar de mano a todo, y retirarse, bien la ganase, bien la perdiese. Este es en substancia el relato.
Yo presumo que los autores de esta noticia al General Quiroga se la hayan dado con tales agregados, que él ha llegado a creer que ha sido desairado, mirando ud. en menos avisarle hallarse en su poder una alhaja de su particular estimación y que le pertenecía.
Juan Manuel de Rosas
Respuesta de López a Rosas
Santa Fe, 14 de enero de 1832.-
Querido Amigo y Compañero
Su carta me ha puesto al corriente del motivo de la renuncia del General Quiroga, del fuerte desagrado que había causado allí y de sus temores, que exasperado yo por tan desagradable ocurrencia fuese ella origen de nuevos disgustos con notable perjuicio a los intereses generales. Voy a decir a Ud. lo que sobre el tal caballo ha ocurrido, y cuán injusto y extravagante anda el juicio que ha formado el General Quiroga en este asunto.
Al día siguiente de haber entrado a Córdoba el Coronel Don Nazario Sosa, me mandó dicho caballo para que anduviese, por haber visto que mi caballo estaba bastante flaco; yo lo admití porque tenía necesidad de él para cualesquier uso que se ofreciese, más corrido un mes o más lo devolví; entonces no lo admitió y mandó decir que podía servirme para alguno de mis Ayudantes, y me hizo decir también el modo como tuvo dicho caballo, que fue tomado prisionero uno de las varios tenderos que andaba en este caballo, de los que salieron de la ciudad de Córdoba a la acción del Puesto de Peralta. Este es el modo que vino a mi poder este maldito caballo, que puedo asegurarle compañero que doble mejores se compran a cuatro pesos donde quiera, por lo que creo que no puede ser el decantado caballo del General Quiroga porque éste es infame en todas sus partes, así es que luego que llegué a ésta de regreso de Córdoba lo eché a una isla con los demás mancarrones de mi escolta. Tal es la historia del tal caballo obscuro que tan mal rato ha dado al señor Quiroga, a ud. y especialmente a mí, porque con tal ocurrencia se me ha inferido una injuria a que no soy acreedor, ni sería indiferente, a no ser las mismas consideraciones que ud. me hace observar, y otras que en este momento se me ocurren, y lo que es más, el crédito mismo del General Quiroga, que es forzoso conservar, por honor a la causa que él y nosotros sostenemos.
Estanislao López
Carta de Quiroga a Tomás Anchorena, mediador frustrado
12 de enero de 1832
Contestando a su favorecida de 13 de diciembre, digo a Ud. que las razones en que Ud. se apoya para convencerme de que no debía separarme del mando del Ejército han perdido todo su valor desde que la guerra es concluida de remate. En orden a lo que me dice del Sr. López que pudo conservar en su poder mi caballo con la mejor intención, debo decirle que si no hubiera precedido que un amigo de mi confianza y de la del Sr. López se le ofreció para conducirlo a mi poder, a que se denega, podría yo disculparlo, pero desde que esto es así jamás podrá persona alguna convencerme de lo contrario de que mi general en Gefe declaró buena presa mis intereses; yo bien veo que para Ud. es esta cosa muy pequeña y que aun tiene por ridículo el que yo pare mi consideración en un caballo; si, amigo, que Ud. lo siente así no lo dudo, pero como yo estoy seguro que se pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro (caballo) igual, y también le protesto a Ud. de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina, me encuentro disgustado aún más allá de lo posible.
Juan Facundo Quiroga
GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea investigativa fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Barba, Enrique (comp.): “Correspondencia entre Rosas, Quiroga y López”; Hachette, Bs.As., 1975.
· De Bello, Pablo: "Yaguareté abá o capiango” (ilustración); Imaginaria, 2005.
· Dellepiane, Antonio: “Rosas”; Oberón, Bs.As., 1956.
· Luna, Félix: “Los caudillos”; Jorge Álvarez, Bs.As., 1966.
· Luna, Félix y otros: “Estanislao López”, “José María Paz”; Planeta, Bs.As., 2000.
· Mansilla, Lucio V.: “Rozas”; Bragado, Bs.As., 1967.
· Newton, Jorge: “Estanislao López, el patriarca de la Federación”; Plus Ultra, Bs.As., 1964.
· Paz, José María: “Memorias”; CEDAL, Bs.As., 1979.
· Peña, David: “Juan Facundo Quiroga”; Emecé, Temperley, 1999.
· Ratto, Silvia: “Quiroga” en “Historia de caudillos argentinos”; Taurus, Bs.As., 2002.
· Rosa, José María: “Rosas, nuestro contemporáneo”; Peña Lillo, Bs.As., 1976.
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