...y las palabras rodaban como truenos por sus brazos dejando una lluvia de hormigas negras, perfectas, que la lapicera deslizaba por la cuartilla con la misma suavidad con la que los labios de él acariciaban su cuello, cuando centelleaba una “pizca” de brillo febril en las pupilas, iluminando el texto.
La amanuense, poseída por esa hermosa sinrazón cuyo brillo la enajenaba, se consumía en la escritura. Las letras parecían nadar y poniéndose a flote, evitaban el naufragio, para rodar seductoras por el folio incesantemente, ya prisioneras del pliego.
Privado de sus manos, el escritor, a solas con su amanuense, en completa libertad, dentro de su confinamiento, había entrado en posesión de sí mismo, y su naturaleza no podía dejar de mirar esas manos que sujetaban la pluma, dejando en los trazos, con sus propios signos, sus pensamientos sin secretos.
Escritor y amanuense parecían poseídos por el mismo delirio de aquella fuerza que hablaba con una sola voz. Una lucidez desconocida les había nacido del alma. Él era ya su prisionero, y en ella, vencido, se consumía por entero. Ella, en cambio, nada suyo tenía, porque las palabra le brotaban del encantamiento, del perfume de esos labios, del licor del beso que extasiaba su cuello. Y en esa embriaguez, prendidos de las palabras, ardían en un solo fuego.
Mutaron. Cuando las letras mutaron, el conjuro pareció romperse.
Él la contempla, extrañado, atónito, fuera de sí. Nerviosamente susceptible la increpa:
-¿Qué estás haciendo? ¿Por qué?
Sus caras se separan. Ella alza la hoja y lee.
-Esta letra no es mía.
-Ese texto tampoco lo he dictado yo- agrega él.
Ni el texto ni la letra les pertenecen individualmente. Es el texto y la letra de “ellos”. Se miran, comprenden que nada volverá a ser como antes, como hasta ahora, pero deciden continuar. No saben hacia dónde se dirigen. Sólo saben que vale la pena seguir. Ella se inclina nuevamente sobre él y apoyando la cabeza en su cuello, empotrándola en sus hombros, la lapicera vuelve a deslizarse por la cuartilla con la misma suavidad...
Y ahí, en ese tiempo exclusivo y particular, la carne fluyó continuamente hasta la palabra, expresándose con una única vitalidad, porque ya eran, carne y poesía, un solo poeta.
|