¿Qué haré
en este rincón
arrodillado
cargado de desesperación.
¡Que mis gritos
se ahogan
en el desierto impúdico
de esta desolación!?
¿Qué haré, que haré,
¡Que la muerte
me lacera sin llevarme!
¡Que las sombras
me revuelcan
por la oscuridad!?
¿Qué haré
en este rincón
a merced
de los fantasmas
y de esta locura infernal?
¿¡Que hay del cielo
y los poetas,
de los infiernos
y las musas
que hoy
se han olvidado
de mí!?
¿Qué haré
en este rincón
sin saber siquiera
quién era
ni donde estoy?
¿Qué haré
con esta carne,
con estos huesos
bañados de miedos,
temblando y desesperado.
Arrodillado
sobre el llanto
del poeta
que no sobrevivió,
del niño que ha de sucumbir
ante los sueños negros de la muerte?
¿Qué haré
sin mis pájaros,
si mis amigos han muerto
y el hielo me va cubriendo
y la soledad
es la sombra de una luna
en mi espejo estrellada?
¿Qué haré
sí mi sangre
se me escapa
en esos laberintos de letras
que van creando los versos
de lo que ayer
fue mi vida
y hoy mi lenta muerte?
¿Qué haré
con esta agonía
de recuerdos sin sentido,
de tambores apagados,
de mares secos
sin corsarios ni navíos?
¿Qué haré
cuando mi boca
se seque
y mi llanto se calle,
cuando mis manos...
Cuando mis manos
imploren piedad?
¿Qué haré sin ti,
sin ustedes poetas,
bosques sólidos
de afecto y contención,
sin sus abrazos calientes,
sin sus miradas atentas?
¿Qué haré
en este rincón arrodillado,
vomitando los fuegos sagrados,
vomitando apagados soles
y estrellas mutiladas
de alguna vieja canción?
¿Qué haré este viernes
con tantas preguntas
mordiéndome los labios,
con tantas respuestas
flotando en el aire;
con mis piernas arrodilladas,
con mi desesperación
del cuello colgada
y un afuera apesadumbrado
que por la ventana clueca
llueve y llueve?
¿Qué haré
con esta procesión de ángeles
que ante mis ojos
son espejos desiertos?
¿¡Que haré
si al responderme
me doy cuenta
que es tarde
y ya estoy muerto!?
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