La tocó y se fue, aunque no quería, pero ella se desvaneció, tras una bruma de promesas y palabras que para él carecían de razón que trataban de borrar su rastro ligero que dejaba en el suelo, pero que calaba con dolor al corazón del amante. Ella giró tras sus talones y abrió la puerta, estiró su brazo para disimular un adiós, mientras que los ojos del amante, apagados por la agonía de verla partir no decían ni palabra ni lágrima. Ella estiró sus largas alas y se arrojó al vacío del mundo. El amante le quiso seguir, pero sólo alcanzó a agarrarle una pluma de sus blancas alas, esta era frágil como el cristal; él se quedó con la pluma en la mano y con el desconsuelo en el corazón. La agonía y la muerte tocó la acongojada alma de amante. Este se sentó en el suelo, al lado de la puerta que aún conservaba la humedad de su delicada piel. El amante cerró su mano en torno su frágil recuerdo... lo último de ello, lo más delicado, pero pequeño. Tan pequeño como el amor que ella sintió por él. El amante sintió cómo la pluma cortó como cual vidrio la mano, mas él la apretó y el vidrio de la pluma se siguió enterrándose. Se quedó en silencio, sabiendo que su ángel amado, ángel preferido había desaparecido de su vida y aún así arrojó ni grito ni lágrima, sin embargo, su mano lloraba su partida; lloraba a gritos, lloraba con punzante dolor y lágrimas de sangre. |